lunes, 23 de mayo de 2016

Podemos no es quien ha enloquecido en España.

Artículo de Juan Torres López en su blog La Tramoya, publicado en diario Público con fecha 20 mayo 2016

McCoy es uno de los analistas económicos más brillantes y mejor informados de España. Sus artículos en El Confidencial, se esté o no de acuerdo con todo lo que afirma, suelen ser rigurosos y siempre útiles, con claves fundamentales para entender lo que sucede en la economía española. Pero, como le suele pasar a quienes tienen servidumbres concretas con el sistema económico y financiero, cuando se pone de por medio Podemos y la posibilidad de que cambien algunas cosas importantes en España pierde la mesura y hasta la educación. Le salta el chip y no sabe sino recurrir al insulto y a la zafiedad, sin temor a mentir y a decir simplezas con tal de atacar como un lobo hambriento a Podemos. La yugular de Pablo Iglesias y sus colegas cotiza bien en el parqué de los medios que viven de los bancos y las grandes empresas y hay que ir a por ellos como sea.

Como prueba de lo que digo, McCoy acaba de escribir un artículo titulado Podemos enloquece: no a los planes privados de pensiones que está lleno de mentiras y que oculta lo que de verdad hay detrás de la cuestión que se debate.

El asunto viene porque en el programa de la coalición Unidos Podemos se propone “la eliminación de los beneficios fiscales para la previsión complementaria individual, como en el caso de los planes de pensiones privados”.

El propio McCoy dice que “No se entiende muy bien el porqué de esta medida”. Y como no la entiende ya dice que Podemos ha enloquecido.

Para justificar el insulto a unos 6 millones de personas que votan a las fuerzas políticas que hacen esa propuesta, McCoy recurre a los siguientes “argumentos” en su artículo:

1. Si se trata de “penalizar al rico, Iglesias y Garzón yerran el tiro” porque “la contribución media del españolito de a pie se sitúa en los 1.400 euros” y “No da la impresión, por tanto, de que sean los más adinerados los que obtengan ventajas exclusivas por esta vía”.

2. La sostenibilidad del sistema público de pensiones está “aritméticamente en duda”.

3. Lo que se debe hacer es abrir las ventajas fiscales “a cualquier instrumento equivalente”. De este modo “sí que ayudarían a los cotizantes actuales a tener un futuro mejor, y no prometiéndoles la utopía de unas prestaciones que el paso del tiempo va a convertir en impagables”.

4.“Carteras de acciones, de fondos de inversión con el correspondiente peaje fiscal, activos alternativos y hasta inmuebles podrían servir a tal fin, siempre que se trate de un dinero inmovilizado para que el titular pueda disfrutar de él cuando termine su vida laboral”.

5. “Se pueden vivir tragedias personales tremendas en un futuro no muy lejano, cuando muchos descubran que donde no hay, no hay, y además no se puede sacar”.

6. Todo lo anterior, dice McCoy, es “Palabra de patronal”.

Pues bien, al respecto de todas estas afirmaciones de McCoy cabe señalar lo siguiente:

1. Miente McCoy cuando achaca solo a Podemos e Izquierda Unida la propuesta porque la hacen una gran cantidad de expertos, mucho de ellos en las antípodas ideológicas de esos partidos. Uno de los autores de un estudio reciente del IESE sobre los fondos privados decía: “para que el partícipe no obtenga buenas rentabilidades y sea desplumado a comisiones no es preciso otorgar incentivos fiscales a estos instrumentos”. E incluso lo ha propuesto la propia Unión Europea, quien afirmó que “La desgravación fiscal de las contribuciones a planes de pensiones tiene efectos regresivos y falsea la composición del ahorro”.

2. Miente McCoy cuando dice que no son los adinerados los que más se benefician de esa ayuda fiscal. Esa desgravación, en contra de lo que dice, es muy regresiva porque la ayuda aumenta a medida que aumenta el salario: Ahorrar con planes de pensiones solo es rentable para quien gane más de 60.000 euros anuales, se decía en un artículo en El Economista nada sospechoso de izquierdismo.

3. Miente McCoy cuando dice que solo apoyando a los planes de ahorro privados van a tener los cotizantes actuales un futuro mejor. Se trata de una de las grandes mentiras financieras que utilizan los partidarios de los fondos privados para defender los intereses de las entidades financieras. Si dentro de 20 o 30 o 40 años no hay ahorro para las pensiones públicas (por ejemplo, como dicen, porque las sociedades habrán envejecido y no haya suficientes cotizantes) tampoco lo podrá haber para las privadas. Eso es indefectiblemente así porque las pensiones de cada momento se pagan con el ahorro que haya en ese momento y si no hay ahorro para las públicas tampoco lo habrá para las privadas.

4. Miente McCoy cuando dice que dinero del ahorro que la gente deposita en planes privados está “inmovilizado para que el titular pueda disfrutar de él cuando termine su vida laboral”. En realidad, está en continuo movimiento porque las gestoras de esos fondos lo utilizan para llevar a cabo inversiones. Y ese es el problema que no menciona McCoy porque esas inversiones, casi siempre puramente especulativas, son arriesgadísimas, muy peligrosas, de modo que continuamente provocan quiebras y que los ahorradores (sobre todo los de menor aportación) pierdan sus fondos.

5. Miente McCoy cuando dice que las pensiones públicas son las que se van a convertir en impagables mientras que los planes de ahorro privado aseguran la pensión futura. La historia ha demostrado que los fondos privados son los que más han quebrado y que millones de personas en todo el mundo han perdido sus ahorros.

6. Miente también McCoy porque no menciona que la única rentabilidad que proporcionan esos fondos es la que proviene de la desgravación fiscal. Como señala el informe del IESE que he mencionado arriba, la rentabilidad media de los fondos de pensiones privados en España entre 2008 y 2012 fue negativa en términos reales (descontando la inflación), y de los 257 fondos con al menos 15 años de historia, únicamente tres lograron una rentabilidad media superior a los bonos del Estado a 15 años.

7. Miente McCoy cuando dice que “La sostenibilidad del sistema público de pensiones está aritméticamente en duda”. El sistema público de pensiones esta políticamente en duda, eso sí, pero multitud de investigadores han demostrado, aritméticamente como él dice, que puede ser perfectamente viable y que, en todo caso, si predominan las circunstancias que sus críticos aducen para ponerlo en duda entonces tampoco serán viables las pensiones privadas salvo, lógicamente, para quienes sean suficientemente ricos como para ahorrar a lo largo de su vida. Y, como hemos demostrado Vicenç Navarro y yo en nuestro libro Lo que tienes que saber para que no te roben la pensión, da la casualidad de que, con el paso del tiempo, se ha podido comprobar que quienes defienden aritméticamente la insostenibilidad de las pensiones públicas se han equivocado siempre, siempre, siempre en sus cálculos.

8. McCoy oculta la verdad cuando no dice que “la mitad de los españoles no puede ahorrar más de 100 euros al mes” o que “un 44% sufre para hacer frente a los pagos y tiene dificultades para llegar a fin de mes”. Es decir, que nunca podrán generar los suficientes fondos a lo largo de su vida para financiar una pensión privada cuando ya no trabajen.

9. McCoy solo dice la verdad cuando él mismo reconoce al final de su artículo que sus palabras son “palabra de patronal”. Efectivamente, su artículo es la palabra de la patronal de las entidades financieras que hacen el agosto a base de cobrar comisiones a los ahorradores, algo que McCoy oculta.

En fin, McCoy se ha mostrado como uno más de esos liberales que desprecian al Estado y a los impuestos pero que defiende que el Estado, es decir, la inmensa mayoría de los españoles, sufrague un negocio privado que despilfarra y que no tiene rentabilidad ni personal ni social, salvo para quien lo gestiona.

Quien ha enloquecido no es Podemos ni Izquierda Unida, ni los investigadores, ni la Unión Europea que también hacen la misma propuesta que critica McCoy. Quien enloquece son periodistas e ideólogos como él que, con tal de defender a los intereses de los más privilegiados, son capaces de tirar a la basura la realidad de los hechos para atacar a base de insultos a los compatriotas que no piensan como ellos.

viernes, 6 de mayo de 2016

Neoliberalismo: la raíz ideológica de todos nuestros problemas


Desde el colapso económico hasta el desastre ambiental, pasando por el ascenso de Donald Trump: el neoliberalismo ha desempeñado un papel en todos ellos. ¿Cómo es posible que la izquierda no haya planteado una alternativa?

Artículo de George Monbiot en The Guardian y publicado en el diario de fecha 1 mayo 2016 según traducción de Jesús Gómez. 
  

Imaginen que los ciudadanos de la Unión Soviética no hubieran oído hablar del comunismo. Pues bien, la mayoría de la población desconoce el nombre de la ideología que domina nuestras vidas. Si la mencionan en una conversación, se ganarán un encogimiento de hombros; y, aunque su interlocutor haya oído el término con anterioridad, tendrá problemas para definirlo. ¿Saben qué es el neoliberalismo?

Su anonimato es causa y efecto de su poder. Ha sido protagonista en crisis de lo más variadas: el colapso financiero de los años 2007 y 2008, la externalización de dinero y poder a los paraísos fiscales (los "papeles de Panamá" son solo la punta del iceberg), la lenta destrucción de la educación y la sanidad públicas, el resurgimiento de la pobreza infantil, la epidemia de soledad, el colapso de los ecosistemas y hasta el ascenso de Donald Trump. Sin embargo, esas crisis nos parecen elementos aislados, que no guardan relación. No somos conscientes de que todas ellas son producto directo o indirecto del mismo factor: una filosofía que tiene un nombre; o, más bien, que lo tenía. ¿Y qué da más poder que actuar de incógnito?

El neoliberalismo es tan ubicuo que ni siquiera lo reconocemos como ideología. Aparentemente, hemos asumido el ideal de su fe milenaria como si fuera una fuerza natural; una especie de ley biológica, como la teoría de la evolución de Darwin. Pero nació con la intención deliberada de remodelar la vida humana y cambiar el centro del poder.

Para el neoliberalismo, la competencia es la característica fundamental de las relaciones sociales. Afirma que "el mercado" produce beneficios que no se podrían conseguir mediante la planificación, y convierte a los ciudadanos en consumidores cuyas opciones democráticas se reducen como mucho a comprar y vender, proceso que supuestamente premia el mérito y castiga la ineficacia. Todo lo que limite la competencia es, desde su punto de vista, contrario a la libertad. Hay que bajar los impuestos, reducir los controles y privatizar los servicios públicos. Las organizaciones obreras y la negociación colectiva no son más que distorsiones del mercado que dificultan la creación de una jerarquía natural de triunfadores y perdedores. La desigualdad es una virtud: una recompensa al esfuerzo y un generador de riqueza que beneficia a todos. La pretensión de crear una sociedad más equitativa es contraproducente y moralmente corrosiva. El mercado se asegura de que todos reciban lo que merecen.

Asumimos y reproducimos su credo. Los ricos se convencen de que son ricos por méritos propios, sin que sus privilegios (educativos, patrimoniales, de clase) hayan tenido nada que ver. Los pobres se culpan de su fracaso, aunque no puedan hacer gran cosa por cambiar las circunstancias que determinan su existencia. ¿Desempleo estructural? Si usted no tiene empleo, es porque carece de iniciativa. ¿Viviendas de precios desorbitados? Si su cuenta está en números rojos, es por su incompetencia y falta de previsión. ¿Qué es eso de que el colegio de sus hijos ya no tiene instalaciones de educación física? Si engordan, es culpa suya. En un mundo gobernado por la competencia, los que caen pasan a ser perdedores ante la sociedad y ante sí mismos.

La epidemia de autolesiones, desórdenes alimentarios, depresión, incomunicación, ansiedad y fobia social es una de las consecuencias de ese proceso, que Paul Verhaeghe documenta en su libro  What About Me. No es sorprendente que Gran Bretaña, el país donde la ideología neoliberal se ha aplicado con más rigor, sea la capital europea de la soledad. Ahora, todos somos neoliberales.

No es sorprendente que Gran Bretaña, el país donde la ideología neoliberal se ha aplicado con más rigor, sea la capital europea de la soledad.

El término  neoliberalismo se acuñó en París, en una reunión celebrada en 1938. Su definición ideológica es hija de Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, dos exiliados austríacos que rechazaban la democracia social (representada por el  New Deal de Franklin Roosevelt y el desarrollo gradual del Estado del bienestar británico) porque la consideraban una expresión colectivista a la altura del comunismo y del movimiento nazi.

En  Camino de servidumbre (1944), Hayek afirma que la planificación estatal aplasta el individualismo y conduce inevitablemente al totalitarismo. Su libro, que tuvo tanto éxito como  La burocracia de Mises, llegó a ojos de determinados ricos que vieron en su ideología una oportunidad de librarse de los impuestos y las regulaciones. En 1947, cuando Hayek fundó la primera organización encargada de extender su doctrina (la Mont Perelin Society), obtuvo apoyo económico de muchos millonarios y de sus fundaciones.

Gracias a ellos, Hayek empezó a crear lo que Daniel Stedman Jones describe en  Amos del universo como "una especie de Internacional Neoliberal", una red interatlántica de académicos, empresarios, periodistas y activistas. Además, sus ricos promotores financiaron una serie de comités de expertos cuya labor consistía en perfeccionar y promover el credo; entre ellas, el American Enterprise Institute, la Heritage Foundation, el Cato Institute, el Institute of Economic Affairs, el Centre for Policy Studies y el Adam Smith Institute. También financiaron departamentos y puestos académicos en muchas universidades, sobre todo de Chicago y Virginia.

Cuanto más crecía el neoliberalismo, más estridente era. La idea de Hayek de que los Gobiernos debían regular la competencia para impedir monopolios dio paso entre sus apóstoles estadounidenses −como Milton Friedman− a la idea de que los monopolios venían a ser un premio a la eficacia. Pero aquella evolución tuvo otra consecuencia: que el movimiento perdió el nombre. En 1951, Friedman se definía neoliberal sin tapujo alguno. Poco después, el término empezó a desaparecer. Y por si eso no fuera suficientemente extraño en una ideología cada vez más tajante y en un movimiento cada vez más coherente, no buscaron sustituto para el nombre perdido.

Ideología en la sombra

A pesar de su dadivosa financiación, el neoliberalismo permaneció al principio en la sombra. El consenso de posguerra era prácticamente universal: las recetas económicas de John Maynard Keynes se aplicaban en muchos lugares del planeta; el pleno empleo y la reducción de la pobreza eran objetivos comunes de los Estados Unidos y de casi toda Europa occidental; los impuestos al capital eran altos y los Gobiernos no se avergonzaban de buscar objetivos sociales mediante servicios públicos nuevos y nuevas redes de apoyo.

Pero, en la década de 1970, cuando la crisis económica sacudió las dos orillas del Atlántico y el keynesianismo se empezó a derrumbar, los principios neoliberales se empezaron a abrir paso en la cultura dominante. En palabras de Friedman, "se necesitaba un cambio (...) y ya había una alternativa preparada". Con ayuda de periodistas y consejeros políticos adeptos a la causa, consiguieron que los Gobiernos de Jimmy Carter y Jim Callaghan aplicaran elementos del neoliberalismo (sobre todo en materia de política monetaria) en los Estados Unidos y Gran Bretaña, respectivamente.

El resto del paquete llegó enseguida, tras los triunfos electorales de Margaret Thatcher y Ronald Reagan: reducciones masivas de los impuestos de los ricos, destrucción del sindicalismo, desregulación, privatización y tercerización y subcontratación de los servicios públicos. La doctrina neoliberal se impuso en casi todo el mundo −y, frecuentemente, sin consenso democrático de ninguna clase− a través del FMI, el Banco Mundial, el Tratado de Maastricht y la Organización Mundial del Comercio. Hasta partidos que habían pertenecido a la izquierda adoptaron sus principios; por ejemplo, el Laborista y el Demócrata. Como afirma Stedman Jones, "cuesta encontrar otra utopía que se haya hecho realidad de un modo tan absoluto".

"Me siento más cerca de una dictadura neoliberal que de un gobierno democrático sin liberalismo", dijo Hayek en una visita al Chile de Pinochet

Puede parecer extraño que un credo que prometía libertad y capacidad de decisión se promoviera con este lema: "No hay alternativa". Pero, como dijo Hayek durante una visita al Chile de Pinochet (uno de los primeros países que aplicaron el programa de forma exhaustiva), "me siento más cerca de una dictadura neoliberal que de un gobierno democrático sin liberalismo".

La libertad de los neoliberales, que suena tan bien cuando se expresa en términos generales, es libertad para el pez grande, no para el pequeño. Liberarse de los sindicatos y la negociación colectiva significa libertad para reducir los salarios. Liberarse de las regulaciones estatales significa libertad para contaminar los ríos, poner en peligro a los trabajadores, imponer tipos de interés inicuos y diseñar exóticos instrumentos financieros. Liberarse de los impuestos significa liberarse de las políticas redistributivas que sacan a la gente de la pobreza.

La autora canadiense Naomi Klein

La autora canadiense Naomi Klein explica que los neoliberales propugnan el uso de las crisis para imponer políticas impopulares, como se hizo tras el golpe de Pinochet, la guerra de Irak y el huracán Katrina.

En  La doctrina del shock, Naomi Klein demuestra que los teóricos neoliberales propugnan el uso de las crisis para imponer políticas impopulares, aprovechando el desconcierto de la gente; por ejemplo, tras el golpe de Pinochet, la guerra de Irak y el huracán Katrina, que Friedman describió como "una oportunidad para reformar radicalmente el sistema educativo" de Nueva Orleans. Cuando no pueden imponer sus principios en un país, los imponen a través de tratados de carácter internacional que incluyen "instrumentos de arbitraje entre inversores y Estados", es decir, tribunales externos donde las corporaciones pueden presionar para que se eliminen las protecciones sociales y medioambientales. Cada vez que un Parlamento vota a favor de congelar el precio de la luz, de impedir que las farmacéuticas estafen al Estado, de proteger acuíferos en peligro por culpa de explotaciones mineras o de restringir la venta de tabaco, las corporaciones lo denuncian y, con frecuencia, ganan. Así, la democracia queda reducida a teatro.

La afirmación de que la competencia universal depende de un proceso de cuantificación y comparación universales es otra de las paradojas del neoliberalismo. Provoca que los trabajadores, las personas que buscan empleo y los propios servicios públicos se vean sometidos a un régimen opresivo de evaluación y seguimiento, pensado para identificar a los triunfadores y castigar a los perdedores. Según Von Mises, su doctrina nos iba a liberar de la pesadilla burocrática de la planificación central; y, en lugar de liberarnos de una pesadilla, creó otra.

Menos sindicalismo y más privatizaciones

Los padres del neoliberalismo no lo concibieron como chanchullo de unos pocos, pero se convirtió rápidamente en eso. El crecimiento económico de la era neoliberal (desde 1980 en GB y EEUU) es notablemente más bajo que el de las décadas anteriores; salvo en lo tocante a los más ricos. Las desigualdades de riqueza e ingresos, que se habían reducido a lo largo de 60 años, se dispararon gracias a la demolición del sindicalismo, las reducciones de impuestos, el aumento de los precios de vivienda y alquiler, las privatizaciones y las desregularizaciones.

La privatización total o parcial de los servicios públicos de energía, agua, trenes, salud, educación, carreteras y prisiones permitió que las grandes empresas establecieran peajes en recursos básicos y cobraran rentas por su uso a los ciudadanos o a los Gobiernos. El término  renta también se refiere a los ingresos que no son fruto del trabajo. Cuando alguien paga un precio exagerado por un billete de tren, sólo una parte de dicho precio se destina a compensar a los operadores por el dinero gastado en combustible, salarios y materiales, entre otras partidas; el resto es la constatación de que las corporaciones tienen a los ciudadanos contra la pared.

Los dueños y directivos de los servicios públicos privatizados o semiprivatizados de Gran Bretaña ganan fortunas gigantescas mediante el procedimiento de invertir poco y cobrar mucho. En Rusia y la India, los oligarcas adquieren bienes estatales en liquidaciones por incendios. En México, Carlos Slim obtuvo el control de casi toda la red de telefonía fija y móvil y se convirtió en el hombre más rico del mundo.

Carlos Slim se convierte en el mayor accionista individual del New York Times

Andrew Sayer afirma en  Why We Can't Afford the Rich que la financiarización ha tenido consecuencias parecidas: "Como sucede con la renta, los intereses son (...) un ingreso acumulativo que no exige de esfuerzo alguno". Cuanto más se empobrecen los pobres y más se enriquecen los ricos, más control tienen los segundos sobre otro bien crucial: el dinero. Los intereses son, sobre todo, una transferencia de dinero de los pobres a los ricos. Los precios de las propiedades y la negativa de los Estados a ofrecer financiación condenan a la gente a cargarse de deudas (piensen en lo que pasó en Gran Bretaña cuando se cambiaron las becas escolares por créditos escolares), y los bancos y sus ejecutivos hacen el agosto.

Sayer sostiene que las cuatro últimas décadas se han caracterizado por una transferencia de riqueza que no es sólo de pobres a ricos, sino también de unos ricos a otros: de los que ganan dinero produciendo bienes o servicios a los que ganan dinero controlando los activos existentes y recogiendo beneficios de renta, intereses o capital. Los ingresos fruto del trabajo se han visto sustituidos por ingresos que no dependen de este.

El hundimiento de los mercados ha puesto al neoliberalismo en una situación difícil. Por si no fuera suficiente con los bancos demasiado grandes para dejarlos caer, las corporaciones se ven ahora en la tesitura de ofrecer servicios públicos. Como observó Tony Judt en  Ill Fares the Land, Hayek olvidó que no se puede permitir que los servicios nacionales de carácter esencial se hundan, lo cual implica que la competencia queda anulada. Las empresas se llevan los beneficios y el Estado corre con los gastos.

A mayor fracaso de una ideología, mayor extremismo en su aplicación. Los Gobiernos utilizan las crisis neoliberales como excusa y oportunidad para reducir impuestos, privatizar los servicios públicos que aún no se habían privatizado, abrir agujeros en la red de protección social, desregularizar a las corporaciones y volver a regular a los ciudadanos. El Estado que se odia a sí mismo se dedica a hundir sus dientes en todos los órganos del sector público.

De la crisis económica a la crisis política

Es posible que la consecuencia más peligrosa del neoliberalismo no sea la crisis económica que ha causado, sino la crisis política. A medida que se reduce el poder del Estado, también se reduce nuestra capacidad para cambiar las cosas mediante el voto. Según la teoría neoliberal, la gente ejerce su libertad a través del gasto; pero algunos pueden gastar más que otros y, en la gran democracia de consumidores o accionistas, los votos no se distribuyen de forma equitativa. El resultado es una pérdida de poder de las clases baja y media. Y, como los partidos de la derecha y de la antigua izquierda adoptan políticas neoliberales parecidas, la pérdida de poder se transforma en pérdida de derechos. Cada vez hay más gente que se ve expulsada de la política.

Chris Hedges puntualiza que "los movimientos fascistas no encontraron su base en las personas políticamente activas, sino en las inactivas; en los 'perdedores' que tenían la sensación, frecuentemente correcta, de que carecían de voz y espacio en el sistema político". Cuando la política deja de dirigirse a los ciudadanos, hay gente que la cambia por consignas, símbolos y sentimientos. Por poner un ejemplo, los admiradores de Trump parecen creer que los hechos y los argumentos son irrelevantes.

Judt explicó que, si la tupida malla de interacciones entre el Estado y los ciudadanos queda reducida a poco más que autoridad y obediencia, sólo quedará una fuerza que nos una: el poder del propio Estado. Normalmente, el totalitarismo que temía Hayek surge cuando los gobiernos pierden la autoridad ética derivada de la prestación de servicios públicos y se limitan a "engatusar, amenazar y, finalmente, a coaccionar a la gente para que obedezca".

El neoliberalismo es un dios que fracasó, como el socialismo real; pero, a diferencia de este, su doctrina se ha convertido en un  zombi que sigue adelante, tambaleándose. Y uno de los motivos es su anonimato. O, más exactamente, un racimo de anonimatos.

La doctrina invisible de la mano invisible tiene promotores invisibles. Poco a poco, lentamente, hemos empezado a descubrir los nombres de algunos. Supimos que el Institute of Economic Affairs, que se manifestó rotundamente en los medios contra el aumento de las regulaciones de la industria del tabaco, recibía fondos de British American Tobacco desde 1963. Supimos que Charles y David Koch, dos de los hombres más ricos del mundo, fundaron el instituto del que surgió el Tea Party. Supimos lo que dijo Charles Kock al crear uno de sus laboratorios de ideas: "para evitar críticas indeseables, debemos abstenernos de hacer demasiada publicidad del funcionamiento y sistema directivo de nuestra organización".

Las palabras que usa el neoliberalismo tienden más a ocultar que a esclarecer. "El mercado" suena a sistema natural que se nos impone de forma igualitaria, como la gravedad o la presión atmosférica, pero está cargado de relaciones de poder. "Lo que el mercado quiere" suele ser lo que las corporaciones y sus dueños quieren. La palabra  inversión significa dos cosas muy diferentes, como observa Sayer: una es la financiación de actividades productivas y socialmente útiles; otra, la compra de servicios existentes para exprimirlos y obtener rentas, intereses, dividendos y plusvalías. Usar la misma palabra para dos actividades tan distintas sirve para "camuflar las fuentes de riqueza" y empujarnos a confundir su extracción con su creación.

Franquicias, paraísos fiscales y desgravaciones

Hace un siglo, los ricos que habían heredado sus fortunas despreciaban a los  nouveau riche; hasta el punto de que los empresarios buscaban aceptación social mediante el procedimiento de hacerse pasar por rentistas. En la actualidad, la relación se ha invertido: los rentistas y herederos se hacen pasar por emprendedores y afirman que sus riquezas son fruto del trabajo.

El anonimato y las confusiones del neoliberalismo se mezclan con la ausencia de nombre y la deslocalización del capitalismo moderno: Modelos de franquicias que aseguran que los trabajadores no sepan para quién trabajan; empresas registradas en redes de paraísos fiscales tan complejas y secretas que ni la policía puede encontrar a sus propietarios; sistemas de desgravación fiscal que confunden a los propios Gobiernos y productos financieros que no entiende nadie.

El neoliberalismo guarda celosamente su anonimato. Los seguidores de Hayek, Mises y Friedman tienden a rechazar el término con el argumento, no exento de razón, de que en la actualidad sólo se usa de forma peyorativa. Algunos se describen como liberales clásicos o incluso libertarios, pero son descripciones tan engañosas como curiosamente modestas, porque implican que no hay nada innovador en  Camino de servidumbre,  La burocracia o  Capitalismo y libertad, el clásico de Friedman.

Cuando las políticas económicas de laissez-faire llevaron a la catástrofe de 1929, Keynes desarrolló una teoría económica completa para sustituirlas. En el año 2008, cuando el neoliberalismo fracasó, no había nada.

A pesar de todo, el proyecto neoliberal tuvo algo admirable; al menos, en su primera época: fue un conjunto de ideas novedosas promovido por una red coherente de pensadores y activistas con una estrategia clara. Fue paciente y persistente. El  Camino de servidumbre se convirtió en camino al poder.

El triunfo del neoliberalismo también es un reflejo del fracaso de la izquierda. Cuando las políticas económicas de  laissez-faire llevaron a la catástrofe de 1929, Keynes desarrolló una teoría económica completa para sustituirlas. Cuando el keynesianismo encalló en la década de 1970, ya había una alternativa preparada. Pero, en el año 2008, cuando el neoliberalismo fracasó, no había nada. Ese es el motivo de que el  zombi siga adelante. La izquierda no ha producido ningún marco económico nuevo de carácter general desde hace ochenta años.

Toda apelación a lord Keynes es un reconocimiento implícito de fracaso. Proponer soluciones keynesianas para crisis del siglo XXI es hacer caso omiso de tres problemas obvios: que movilizar a la gente con ideas viejas es muy difícil; que los defectos que salieron a la luz en la década de 1970 no han desaparecido y, sobre todo, que no tienen nada que decir sobre el peor de nuestros aprietos, la crisis ecológica. El keynesianismo funciona estimulando el consumo y promoviendo el crecimiento económico, pero el consumo y el crecimiento económico son los motores de la destrucción ambiental.

La historia del keynesianismo y el neoliberalismo demuestra que no basta con oponerse a un sistema roto. Hay que proponer una alternativa congruente. Los laboristas, los demócratas y el conjunto de la izquierda se deberían concentrar en el desarrollo de un programa económico Apollo; un intento consciente de diseñar un sistema nuevo, a medida de las exigencias del siglo XXI.

jueves, 5 de mayo de 2016

¡Se acabó, el sistema ya no da más de sí!


Artículo de Juan Laborda, publicado en su blog vozpopuli con fecha 4 mayo 2016.


Se acabó, el sistema económico actual ya no da más de sí. Los indicadores adelantados de muy corto plazo disponibles para distintas áreas geográficas desarrolladas -Estados Unidos, Unión Europea, Japón, Reino Unido, Canadá, Australia…- confirman que la economía occidental en su conjunto está a punto de entrar en una profunda recesión económica. La única excepción es España, cuyo indicador adelantado más fiable, el Ñ-Sting, ha rebotado. Aquí se está retrasando lo inevitable por razones meramente electorales.
Bruselas lleva haciendo la vista gorda con Rajoy y sus muchachos desde finales de 2013 -laxitud fiscal e inyecciones masivas de esa droga de diseño llamada expansión cuantitativa-, nada que ver con las condiciones leoninas exigidas a Grecia y Portugal. Se trata de criterios meramente ideológicos de soporte a “uno de los nuestros”. Pero en una economía financiarizada como la nuestra, las inversiones especulativas son las dominantes, y no así las tendentes a mejorar el capital productivo. Por eso en un contexto de excesiva deuda total (4,1 billones de euros al cierre de 2015) y externa (1,1 billón de euros al final de 2015) somos vulnerables a un aumento de la aversión al riesgo en los mercados financieros y/o a un cierre del grifo del BCE (ambos, aversión y grifo del BCE, están interconectados). En ese caso España entraría en un círculo vicioso.
El inicio del estallido de la última burbuja generada por las autoridades monetarias supone el principio del fin de una forma de crecimiento perversa
El sistema económico actual se desvanece
El inicio del estallido de la última burbuja generada por las autoridades monetarias supone el principio del fin de una forma de crecimiento perversa. Y ese proceso es inexorable, más aún bajo las recetas prescritas por la ortodoxia académica dominante. Estamos en los albores del final del mayor súper-ciclo de deuda histórico, iniciado en los años 80, y que ha estado sazonado con políticas profundamente conservadoras, enormemente injustas, tremendamente ineficaces. Pero volvamos la vista a los orígenes.
La actual crisis económica tiene sus orígenes en los acontecimientos que siguieron al intento de incrementar la tasa de retorno del capital a partir de finales de los 70. La disminución de dichas tasas de ganancia llevó a la implementación de una serie de políticas económicas cuyo objetivo último era hacer resurgir la tasa de rentabilidad del factor capital. Para ello se promovió, con el apoyo de la academia, la implementación de políticas tendentes -en nombre de la competitividad- a disminuir los salarios y recortar los beneficios del factor trabajo, aderezado todo ello con una aceleración de los procesos de trabajo, una apuesta decidida por la globalización, y el establecimiento de acuerdos comerciales o zonas de libre comercio. A pesar de la aplicación de todas estas recetas, la tasa de retorno del factor capital sólo recuperó la mitad de su caída.
Lo que aún a fecha de hoy no entienden muchos economistas es el hecho de que la principal fuente de recuperación histórica de las tasas de ganancia del capital es una quiebra generalizada, es decir, una devaluación del capital de las empresas supervivientes. Sin embargo, en los últimos 40 años apenas ha habido una escasa devaluación del capital de manera que el aumento de su tasa de retorno se ha producido exclusivamente como resultado del aumento de la intensidad de explotación de los trabajadores.
El estancamiento de los salarios y la disminución de las prestaciones o beneficios del factor trabajo fuerzan a los hogares a asumir deuda con el fin de satisfacer sus niveles de consumo. Se trata de una nueva burbuja, de una nueva exuberancia irracional a lo “Schiller”, de un ejemplo más de inestabilidad financiera a lo “Hyman Minsky”. Si las rentas salariales o los flujos de remuneración del trabajo disminuyen, la deuda utilizada para financiar el consumo puede presentar serios problemas de cara a su devolución. En el caso extremo de desempleo estaríamos en realidad ante otro ejemplo más de esquema Ponzi.
Desregulación financiera, ese material inflamable
En este contexto, la actual crisis económica sistémica fue exacerbada por el uso de un nuevo material inflamable en manos incendiarias. Nos referimos a los cambios estructurales que se producen en el sector financiero a finales de los 90. Estos cambios son el resultado de la combinación perversa de una variedad de eventos y de decisiones tomadas por gobiernos y autoridades monetarias. Los grandes cambios estructurales incluyen la desregulación -vía derogación de la Ley Glass-Steagall en 1999-; el aumento de la concentración de la riqueza en bancos sistémicos, con el subsiguiente problema implícito de riesgo moral “too big to fail”; el aumento brutal de la deuda -histéresis del factor capital; la implementación del sistema bancario en la sombra, y la tremenda innovación financiera -humo en su mayor parte-.
No se han solucionado ninguno de los males que nos han llevado hasta aquí. Y el sistema va a reventar
Debido a la financiarización causada por la crisis de rentabilidad, los capitalistas perdieron su interés por invertir en capital y desarrollo, desviando los fondos a activos del sector financiero, especulativos. Esta dinámica ponía más dinero en el centro financiero, intrínsecamente inestable, dejando a la economía susceptible de experimentar una crisis severa. Y es ahí donde nos encontramos ahora, ocho años después del origen de la crisis. No se han solucionado ninguno de los males que nos han llevado hasta aquí. Y el sistema va a reventar. Solo ansío que cuando ello se produzca, se implementen las reformas necesarias para que no vuelva a ocurrir, y que los actores políticos, económicos y académicos que lo generaron se jubilen anticipadamente.