jueves, 28 de enero de 2016

Una propuesta para acabar con los déficits públicos y la deuda de los estados sin apenas pagar impuestos.


Artículo de Juan Torres López en Nueva Tribuna de fecha  24 de Enero de 2016

 
La solución de Smith es la que muchos economistas y asociaciones cívicas como ATTAC venimos proponiendo desde hace años: establecer una tasa sobre una parte de la economía que hasta ahora está prácticamente exenta de cualquier tipo de gravamen, las transacciones financieras
Los grandes medios de comunicación solo se suelen hacer eco de los dos o tres candidatos presidenciales que tienen el apoyo de los poderes económicos y financieros de Estados Unidos. Pero cuando se celebran allí elecciones suelen presentarse también otros candidatos a veces con propuestas realmente interesantes, como ahora ocurre con Scott Smith. En su página web hace una propuesta tan fácil como efectiva y revolucionaria para evitar que el gobierno siga generando déficits multimillonarios y una deuda que aumenta cada año sin necesidad de que las empresas y personas físicas sigan pagando impuestos para financiarlos.
La idea, expuesta de la manera más sencilla es la siguiente, tal y como él la expone en su web.
El presupuesto federal de Estados Unidos es de 3,9 billones (españoles, es decir, millones de millones) de dólares.
La renta personal en Estados Unidos es de unos 15 billones de dólares, de modo que tratar de financiar con ella los 3,9 billones del presupuesto obliga a establecer altos impuestos o a incurrir en grandes déficits.
La solución de Smith es la que muchos economistas y asociaciones cívicas como ATTAC venimos proponiendo desde hace años: establecer una tasa sobre una parte de la economía que hasta ahora está prácticamente exenta de cualquier tipo de gravamen, las transacciones financieras.
Las cuentas de Scott Smith para Estados Unidos son muy sencillas.
Según las estadísticas internacionales, el volumen de transacciones financieras de la economía estadounidense era de 4.456 billones de dólares en 2013 (sería fácil demostrar que en realidad es mayor, porque esas cifras suelen estar infravaloradas, pero podemos dejar las cosas así).
Eso significa, por tanto, que para financiar los 3,9 billones del gasto presupuestario haría falta exactamente el 0.0875%del total de las transacciones financieras (esa es la proporción que 3,9 billones representa de 4.456 billones). Es decir, que (redondeando) con una simple tasa del 0,1% sobre todas las transacciones financieras ya no sería necesario que ni las personas ni las empresas pagaran impuestos para financiar el gasto público (compárese ese 0,1% con el porcentaje que cada uno de ustedes paga de impuestos sobre su renta).
Lógicamente, esta misma propuesta se podría aplicar en Europa, en España y para el mundo en su conjunto y su efecto sería inmediato y de una eficacia impresionante. Valgan tres de ejemplos.
– El stock de deuda pública actual en todo el mundo es de 58 billones de dólares.
– El gasto público mundial anual es de unos 20 billones de dólares.
– La financiación establecida en la reciente cumbre de París para hacer frente al cambio climático fue de 100.000 millones de dólares al año.
Por otro lado, de los datos del Banco Internacional de Pagos se deduce, según una estimación bastante conservadora, que el volumen total de transacciones financieras en el mundo es de unos 11.000 billones de dólares.
Eso quiere decir que:
a) Toda la deuda acumulada en el mundo se financiaría con una tasa única (un solo año) del 0,5% del total las transacciones financieras (58 billones/11.000 billones x 100).
b) El gasto público mundial se financiaría con una tasa anual del 0,2% de todas las transacciones financieras (20 billones/11.000 billones x 100) y prácticamente ya no haría falta ningún otro impuesto.
c) La lucha contra el cambio climático se podría financiar anualmente con una tasa del 0,0001% del total de las transacciones financieras internacionales.
Naturalmente, establecer en todo el mundo una tasa de este tipo y sobre una base amplia de las transacciones financieras conlleva complicaciones pero desde luego no mayores que las que implica mantener los sistemas fiscales actuales en todos los países. Además, con ella se ahorraría mucho dinero en personal y en gastos de administración, y nadie podría decir que se está estableciendo una medida confiscatoria o ni siquiera que atente contra el funcionamiento del sistema. Hablamos de un porcentaje verdaderamente ridículo.
¿Por qué no se adopta entonces? El candidato a la presidencia de Estados Unidos Scott Smith dice que es porque hacemos frente a problemas del siglo XXI con instrumentos del siglo XIX. Lleva razón, pero yo creo que también se rechaza porque los poderosos que gobiernan el mundo no quieren ceder ni un céntimo. Lo quieren todo. Y también porque, en realidad, lo que les preocupa no es que haya más o menos impuestos sino que, gracias a la fórmula que acabo de explicar todos los seres humanos pudieran ejercer sus derechos, informarse, estudiar y conocer, el mundo sin ser esclavas día a día de la necesidad.
En cualquier caso, que nadie se confunda. La propuesta que acabo de hacer muestra que los problemas de déficits y deuda pública gigantescos que tienen las economías no se solucionan porque no se quiere pero eso no quiere decir que, incluso si se resolviesen por la forma que propongo, estuviese ya todo solucionado. Seguiría habiendo una predomino letal de la actividad financiera que antes o después acaba con la creación de riqueza que satisface nuestras necesidades y quedaría pendiente resolver otros muchos problemas. Sobre todo el fundamental de cómo generar los ingresos básicos para poder organizar la vida económica sin provocar los desequilibrios e injusticias que ahora hay. Y hay que tener en cuenta, además, que los impuestos no son útiles solo para recaudar sino también para redistribuir la renta y la riqueza y para incentivar o desincentivar determinadas actividades. Pero de eso hablaremos otro día.

miércoles, 27 de enero de 2016

No culpen a China de la turbulencia de los mercados


Occidente no aprendió de la crisis de 2008. La única "recuperación" económica que hubo fue construida sobre burbujas

Artículo de Ha-Joon Chang es profesor de Economía en la universidad de Cambridge, publicado en El diario.es de  fecha 23/1/2016.
 

Este inicio de año ha sido el peor en la historia de la bolsa de Estados Unidos. Los mercados de Europa y Japón han perdido casi un 10% y un 15% de su valor respectivamente; la bolsa de China ha reanudado su descenso en picado; y el precio del crudo está en su nivel más bajo de los últimos 12 años, reflejando (y anticipando) una desaceleración económica a nivel mundial.

De acuerdo con el relato económico que predominó en los últimos tiempos, 2016 iba a ser el año en que la economía mundial se recuperaría por completo de la crisis iniciada en 2008, y en el que EEUU sería el abanderado de la recuperación, generando crecimiento y trabajo mediante conservadurismo fiscal y políticas en favor de los empresarios.

Como reflejo del crecimiento sólido de la economía en 2015 y aunque se vieron parcialmente afectados por los problemas del verano en la bolsa de China, los mercados estadounidenses llegaron el año pasado a muy buenos niveles. El desempleo en EEUU había pasado del máximo de 10% tras la crisis de 2008 a un 5% en 2015, el porcentaje de antes de la crisis. En una demostración de confianza y por primera vez en nueve años, la Reserva Federal de EEUU llegó a aumentar el mes pasado la tasa de interés.

Según ese relato, no muy lejos de EEUU se encontraban Irlanda y Gran Bretaña. Si bien la crisis les había pegado más duro, se decía que su recuperación había sido admirable porque no titubearon a la hora de mantener las políticas adecuadas, por mucha antipatía que generaran entre sus ciudadanos: recortar el gasto público, especialmente el dinero derrochado en gasto social, era visto como una forma de generar empleo porque hacía más difícil que algunos vivieran a costa del contribuyente. Irlanda y Gran Bretaña habían tenido además la sensatez de no ceder ante los que piensan que todo es culpa de los bancos y tampoco se pasaron regulando al sector financiero.

Se decía que incluso las economías de Europa continental se estaban recuperando poco a poco después de aceptar la necesidad de la disciplina fiscal, reformar el mercado laboral y reducir la regulación a las empresas. Por fin, el mundo, al menos el mundo desarrollado, estaba listo para recuperarse plenamente.

¿Qué fue entonces lo que salió mal?

Los que siguen empeñados con ese relato tratan de culpar por adelantado a China de todos los males económicos que se avecinan. El ministro de Hacienda de Reino Unido, George Osborne, está entre los que advierten del "peligroso cóctel de nuevas amenazas", en el que ocupan un lugar destacado la devaluación de la moneda china y el desplome del precio del crudo (ambas situaciones originadas en gran medida por el lento crecimiento económico de China). Si nuestra recuperación descarrilaba, quiso decir, sería porque China no controló bien su economía.

Claramente, China es un actor importante en la economía mundial. En 1978, al comenzar su proceso de reformas económicas, la economía china sólo representaba el 2,5% de la economía mundial. Ahora significa un 13%. Pero no debe exagerarse su importancia. Hasta 2014, EEUU (22,5%), la Eurozona (17%) y Japón (7%) representaban juntos casi la mitad de la economía mundial. La importancia del mundo rico es ampliamente superior a la de China. A menos que la acusación la formule un país en desarrollo cuya suerte dependa de la exportación hacia China, el resto no puede responsabilizar de sus males económicos al lento crecimiento de esa nación.

Lo que verdaderamente ocurrió es que Norteamérica y Europa occidental nunca se recuperaron de verdad de la crisis de 2008. De acuerdo con el FMI, a finales de 2015, el ingreso per cápita ajustado a la inflación (en moneda nacional) era menor que antes de la crisis en 11 de estos países (sobre un total de 20). En cinco de ellos (Austria, Islandia, Irlanda, Suiza y el Reino Unido), fue superior en muy poco: un 0,05% en Austria y un 0,3% en Irlanda. Solo en cuatro países, Alemania, Canadá, EEUU y Suecia, el ingreso per cápita fue considerablemente mayor que antes de la crisis.

Incluso en Alemania, el país con mejores números de entre esos cuatro, la tasa de crecimiento del ingreso per cápita fue solo de 0,8% anual entre su último pico (2008) y 2015. La tasa de crecimiento de EEUU, la mitad: 0,4% anual. Comparemos eso con el 1% anual de la tasa de crecimiento que consiguió Japón durante sus presuntas "dos décadas perdidas", entre 1990 y 2010.

Por si eso no bastara, gran parte de la recuperación se ha debido a burbujas financieras, infladas por compras de deuda pública (expansión cuantitativa) que se convierten en inyecciones de efectivo al sector financiero.

La magnitud de estas burbujas ha sido aún mayor en EEUU y Reino Unido. Ya estaban en niveles sin precedentes en 2013 y 2014 pero en 2015 llegaron aún más lejos: el mercado de valores estadounidense llegó en mayo de ese año a un máximo histórico. Bajó en verano pero ya en diciembre volvió a tener más o menos el mismo nivel. En Reino Unido, el mercado de valores no está tan inflado, tras retroceder casi un 25% después de su máximo de abril, pero la burbuja está en otro lugar: el mercado inmobiliario. Los precios de las propiedades ya sobrepasan en un 7% su máximo de 2007.

Parece entonces que las principales causas de la actual tormenta económica se encuentran en las naciones más ricas, especialmente en las economías dirigidas por el mercado financiero de Estados Unidos y Reino Unido.

Después de 2008, tras rechazar una reestructuración profunda de sus economías, la única forma en la que podían lograr una mejora era creando otra serie de burbujas financieras. En su discurso, los gobiernos y los sectores financieros transformaron una recuperación agónica en una recuperación espectacular. Propagaron así el mito de que las grandes burbujas son signo de economías saludables.

Independientemente de que las actuales turbulencias del mercado lleven o no a una caída continuada o a un derrumbe, son una señal de que hemos desperdiciado los últimos siete años apuntalando un modelo económico en bancarrota. Antes de que todo empeore, debemos reemplazarlo por otro en el que el sector financiero sea menos complejo y tenga mayor paciencia, en el que se estimule la inversión en la economía real con incentivos fiscales y tecnológicos, y en el que se implementen las medidas para reducir la desigualdad para, de este modo, mantener la demanda sin crear más deuda.

Ninguna de estas ideas será fácil de implementar pero sabemos cuál es la alternativa: poco crecimiento, inestabilidad y caída del nivel de vida para la gran mayoría.

miércoles, 13 de enero de 2016

Carta abierta a Pedro Sánchez, Secretario General del PSOE.


Artículo de Juan Antonio Molina en Nueva Tribuna de fecha 12 de Enero de 2016.

Los silenciosos deben tener voz, la voz de un partido socialista que retome la ideología de la igualdad, la justicia y la solidaridad. 

Estimado Secretario General:

Jean Cocteau dijo que Víctor Hugo era un loco que creía que era Víctor Hugo. Y no es locura banal ni prescindible aquella que nos hace creer quienes somos en las brumas de una sociedad inauténtica. Hoy España padece, como heridas no cauterizadas, los graves problemas que arrastra largo rato en la Historia que por aplicarles soluciones que no lo eran aventaron el grito desgarrador de Gil de Biedma cuando se lamentaba: “De todas las historias de la Historia / Sin duda la más triste es la de España / Porque termina mal.”

Nuestro país vive hoy, sin duda, una de las horas más determinantes de su historia reciente, pues nunca las perspectivas se presentaron tan inciertas como las que se deparan a la ciudadanía. Y no se juzga fundamentar esta afirmación en análisis más detallados, pues jamás la seguridad y el bienestar material y social, e incluso los propios derechos ciudadanos, estuvieron en tan grave riesgo como lo están en la actualidad. España padece una quiebra sistémica que no sólo atañe a la relación del Estado con la sociedad sino con su propia identidad constitutiva cultural y territorial, con episodios secesionistas.

Sin proyecto de país, sin estímulos éticos, sin fundamentos morales ni políticos de convivencia, el régimen de poder estima que el atrezzo de la propaganda y el discurso unilateral y totalizante producirá la suficiente rutina como para que una absoluta anormalidad en el poder público, como afirmó Ortega y Gasset de otro momento histórico pero de igual calado crítico, se responda como entonces: “volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos “como si” aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal”. Y remachaba así su idea Ortega: “La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces es esta: en España no pasa nada.”

Por su parte, el socialismo español no se da cuenta que la rutina intelectual y política ya no sirve. El problema para las fuerzas de progreso ha sido fundamentar su actuación en un proceso de adaptación por arriba, a los condicionantes fácticos del sistema, y no por abajo, es decir, a las demandas de las mayorías que confían en la ideología y no en la praxis, porque las ideas no se difuminan mientras la praxis es, en demasiadas ocasiones, desafecta a los principios que deberían inspirarla por sus constantes desviaciones, rectificaciones y renuncias. Desechando l’esprit est a gauche que proclamaba Sartre, se ha pretendido que la realidad fuera como un continuum de marketing político semejo al maná del desierto, con sabor según pedido del paladar. 

Con el régimen del 78 la derecha retardataria –en España no ha existido otra en doscientos años- había conseguido salir de la urdimbre franquista que ella misma había tejido para, sin tener que asumir el papel de Penélope y destejer influencias, intereses y poderes del caudillaje, crear la fantasmagoría de su homologación democrática con la simple y dolosa prestidigitación de tomar en sus manos el miedo de la gente incubado en el franquismo y mostrarlo.

Siempre sería mejor votar que no votar y no reparar mucho en que una reforma es simplemente un retoque de lo existente y lo existente era lo que era. En realidad, supuso escenificar lo que ya históricamente había fracasado como la Restauración canovista, que el mismo Cánovas definía como un presidio suelto. La política quedaba reducida a recoger los escombros de la continuidad histórica de un régimen de poder oligárquico y cerrado para administrarlo. La centralidad del ecosistema político devino tan excéntrico que la derecha radical pasó por moderada, la izquierda moderada por radical y se inventó la ficción de un centro político para que los progresistas se lanzaran a la conquista de una inexistente sociología y formasen una topera ante su natural sujeto histórico.

Ningún ámbito ni atmósfera del Estado se encuentra ahora libre de sospecha: la corrupción generalizada instalada en todos los intersticios de las instituciones, la quiebra del sistema autonómico y las consecuentes tensiones soberanistas, la intromisión política en los órganos judiciales, el descrédito de los partidos sistémicos, la quiebra social, el tratamiento del malestar y el desencanto ciudadano únicamente desde las perspectivas del orden público y la propaganda, el déficit democrático, trazan un escenario de fractura múltiple que lleva a preguntarse si es posible una regeneración endógena del sistema, si el régimen del 78 es capaz, como el barón de Münchhausen, de salir de la ciénaga tirándose de su propia coleta o por el contrario, como afirmó Ortega de la Restauración canovista, es necesario enterrar bien a los muertos.

Este estado de extremaunción de los valores cívicos, de la calidad de la democracia, de la sensibilidad social propiciado por intereses plutocráticos y la ideología más reaccionaria de la derecha produce aquello que definió Jean Baurdrillard  al destacar que en la ilusión del fin a partir de una cierta aceleración produce una pérdida de sentido. La implantación del autoritarismo en los recovecos estatales ha convertido la crisis no sólo en ruina y desequilibrio social, sino en descomposición donde los objetivos son tan poco confesables  que propician una pérdida general de sentido y, como consecuencia, déficit de identidad y habitabilidad en el Estado para ciudadanos y territorios.

Por ello, el Partido tiene que pasar de un socialismo vigilado, donde parece que lo que realmente estorba al difuso proyecto socialista es el mismo socialismo, a un socialismo vigilante donde la razón vuelva a tener ideología. De lo contrario seguiremos declamando, junto a Juan Ramón Jiménez: “Me olvido de ti pensando en ti.” El régimen de poder en España ha desembocado en un universo de frustración y represión. En este sistema y dado que la ausencia de finalidad social es la condición misma de su funcionamiento, el individuo queda reducido a simple instrumento de supervivencia y consumo. Y ante eso, como escribía Michel Rocard  en Questions à l’Etat socialiste, es necesario separar el análisis económico y sociológico para llegar a lo esencial, que es el poder, es decir, el análisis político. Y eso se consigue desde la ideología y  la voluntad de transformación, de forma que para los socialistas y todos los ciudadanos pueda llegar un día en que los años de la ruina sean aquellos en los que vivieron con plenitud porque les dieron la oportunidad de empuñar sus vidas con audacia en lugar de obedecer consignas y someterse a una realidad injusta.

Porque si el Partido Socialista sólo interviene en la vida pública como una organización electoral, por eficaz y necesario que deba ser este comportamiento, le faltará contenido diferenciador frente a cualquier máquina publicitaria, o partido de derechas. Es cuando los factores instrumentales se convierten en objetivos exclusivos y el Partido se torna en una organización burocrática de profesionales de la política, de cargos públicos institucionales, en el Gobierno o en la oposición, que con el pretexto de capacitación o profesionalización orgánica, acaba convirtiéndose en una tecnocracia que sepulta la ideología y los principios. Se habrá extinguido su razón de ser como organización política de ciudadanos que asumen un compromiso de trabajo político por su identificación en un análisis de la sociedad, de sus contradicciones y sus causas, y por su coincidencia con un objetivo transformador de la misma, que supone la concreción de una teoría política y la realización de una acción política fundamental cual es dotar a las mayorías sociales de su principal instrumento de lucha.

Por lo tanto, no hay otro camino que el rearme ideológico en la perspectiva del socialismo necesario para superar la realidad social tan injusta que nos envuelve. Si lo único que interesa a los responsables orgánicos es la lucha por el poder se hace un flaco favor al Partido, a la ciudadanía, al país y a los mismos dirigentes pues no hay nada tan efímero como aquello que se descompone en su propia decadencia. No hay que olvidar, para sobresanarlo, aquello que advertía Tierno Galván cuando afirmaba que el poder impregna de indiferencia todo lo que no es poder. El socialismo tiene que pensar seriamente no tanto en políticas concretas que quiere realizar desde el Gobierno, sino en cómo modificar las relaciones de poder que han permitido que la situación actual sea tan injusta.

Los silenciosos deben tener voz, la voz de un partido socialista que retome la ideología de la igualdad, la justicia y la solidaridad; que aparque la obsesión pragmática porque de lo contrario los propósitos se pueden quedar en puro voluntarismo, sobre todo si ignoramos cómo conseguirlos y si pretendemos alcanzarlos de la misma manera que nos hizo alejarnos de ellos. Ese es el reto del PSOE: consolidar un socialismo libre, justo, solidario, igualitario y sin excusas y cuyo camino para ello es pensar en grande, sacudirse de lo pequeño y proyectarse hacia el porvenir. Buscar nuevos niveles de soberanía popular y nuevos procedimientos para tomar las decisiones democráticamente, en un imperativo contexto donde los espacios económicos, políticos y jurídicos están dolosamente desvertebrados en contra de los más débiles.

La carrera por el poder para los socialistas no puede consistir en, una vez alcanzado, decirle a la ciudadanía, como advertía Largo Caballero, ya veremos qué podemos hacer, sino lo que nos indicó Pablo Iglesias Posse, que los socialistas estamos dispuestos a vencer, no a defendernos, y vencer es la consolidación de un socialismo sin pretextos ni atajos.

jueves, 19 de noviembre de 2015

La sostenibilidad de las pensiones públicas



Desde una perspectiva de defensa del sistema público de pensiones como pilar de un Estado de Bienestar aún incompleto, consideramos que la fórmula más efectiva para lograr esos recursos adicionales sería la creación de un recurso fiscal específico para la financiación de las pensiones.

Artículo publicado en El Diario.es de Borja Suárez Corujo / Antonio González  González

Hace unos días un editorial de El País aprovechaba la publicación del informe de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIREF) sobre la revalorización anual de las pensiones para plantear la necesidad de abrir un debate sobre el futuro del sistema público. Dada la extraordinaria sensibilidad de este asunto, las dificultades que actualmente atraviesa la Seguridad Social y la incertidumbre que el desequilibrio de sus cuentas –y su interpretación– están generando a la ciudadanía, parece realmente oportuna esa reflexión. Sirvan estas líneas como una modesta contribución con la que se quieren aclarar algunos aspectos.

I. El problema coyuntural y el reto estructural. Como primera observación, es acertado señalar que el desequilibrio que hoy sufre el sistema de pensiones no deriva de un problema de gastos, sino de ingresos. Quiere ello decir que nuestro país no gasta demasiado en pensiones; al contrario, estamos por debajo de la media de los países de la Eurozona. Se preguntará entonces el lector por qué la Seguridad Social tiene un déficit superior al 1% del PIB desde hace cuatro años. Y la respuesta es sencilla: por el impacto de la crisis económica y por las políticas ‘austericidas’ que han concentrado todo el ajuste en la destrucción de empleo. Por ello, pese a que este desfase no es en absoluto menor –el Fondo de Reserva se agotará en 2017 ó 2018–, no cabe duda de que su naturaleza es coyuntural, como probaría el que ahora las cuentas estarían equilibradas si tuviéramos el número de cotizantes alcanzado antes de la crisis. En todo caso, hay que denunciar la estrechez del planteamiento que pretende hacer creer que la sostenibilidad del sistema de pensiones depende del nivel de ingresos vinculado a las cotizaciones sociales: la clave más bien reside –debería residir– en el volumen de riqueza que la sociedad está dispuesta a dedicar a sus ancianos, lo que exigirá, en su caso, la articulación de otras fórmulas de financiación.

Sin embargo, de nuevo en este punto se plantea un segundo interrogante que vendría a socavar la fiabilidad del actual sistema público de pensiones: la amenaza que deriva del próximo envejecimiento de la población. Frente al caso anterior, aquí la dimensión del reto es, en parte, estructural, puesto que es indiscutible que ese cambio demográfico va a suponer un incremento muy significativo del número de pensionistas a partir de mediados de la próxima década y durante un largo periodo de tiempo con la consiguiente repercusión en el gasto. Precisamente para dar respuesta a esta transformación de la estructura poblacional se aprobó de forma consensuada (Pacto de Toledo y Acuerdo Social y Económico, tripartito) la reforma de 2011. Este conjunto de ajustes paramétricos imponía sacrificios a los pensionistas y trabajadores, pero garantizaba que el crecimiento del gasto asociado a ese fenómeno demográfico no superara –ni siquiera en el momento más crítico, 2050– un nivel que puede considerarse asumible en términos comparados: 14% del PIB. Un nivel inferior al gasto que hoy realizan Francia, Italia o Austria. A pesar de ello, el gobierno ‘popular’ no consideró suficiente el ajuste y volvió a impulsar cambios en 2013 con una contundencia sin precedentes.

II. La magnitud de la reforma de 2013. Difícilmente puede sostenerse, como hace el editorial que hemos mencionado, que la reforma de pensiones llevada a cabo en la presente legislatura (Ley 23/2013) sea “insustancial”. Bien al contrario, cabría afirmar que los dos cambios que impuso de forma unilateral el Gobierno de Rajoy –sustitución del mecanismo de revalorización de las pensiones e introducción de un factor de sostenibilidad vinculado a la esperanza de vida– suponen una ruptura del modelo que hoy (todavía) conocemos. Como reconoce el propio Ejecutivo y avala la Comisión Europea, esas dos medidas habrían de implicar un recorte del gasto en pensiones en 2050 de 3,4% del PIB, lo que daría lugar a unos niveles de gasto muy similares a los actuales. Pero con la significativa diferencia de que el número de pensionistas se habrá prácticamente duplicado.

La entidad del ajuste ya ha comenzado a manifestarse. En concreto, de la información ofrecida la pasada semana por la AIREF  se deduce que la aplicación del nuevo índice de revalorización anual va a implicar una congelación de las pensiones (subida testimonial del 0,25%) hasta bien entrada la próxima década. Tal es el resultado ofrecido por la nueva fórmula de revalorización que ya no persigue la garantía del poder adquisitivo de los pensionistas, sino la estabilidad presupuestaria. Así, el desequilibrio que sufren las cuentas de la Seguridad Social desde 2012 ha de lastrar el mecanismo (de ‘devaluación’) durante al menos seis años más. Con un doble agravante: primero, que aunque mejore la situación financiera de la Seguridad Social el impacto de la jubilación de los baby boomers presionará a la baja la aplicación de la fórmula en el futuro. Y, segundo, que a partir de 2019 la introducción del factor de sostenibilidad supondrá también una reducción de la cuantía inicial de las pensiones.

III. La insostenibilidad social del modelo resultante. A la vista de lo anterior, parece evidente que el modelo resultante de la ruptura de 2013 es insostenible. Pero no porque suponga un gasto excesivo, sino porque condena a los pensionistas a la pobreza, algo que difícilmente cabe en un Estado social en el que los poderes públicos deben garantizar la suficiencia económica a los ciudadanos durante la vejez mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas (artículo 50 de la Constitución).

¿Significa ello que ha de apostarse entonces por un cambio radical de modelo? Hay quien defiende, con diversas variantes y de forma más o menos encubierta, que ha llegado el momento de transformar nuestro sistema de pensiones en uno mixto, limitando el peso del pilar público como vía más efectiva para la extensión del pilar privado. Eso condenaría a la mayor parte de la población –incapaz con sus ingresos de pagarse un fondo privado suficiente– a pensiones casi de pobreza. Nosotros, en cambio, creemos que deben recuperarse las señas de identidad del sistema de pensiones que hemos conocido, para lo cual resulta imprescindible completar las actuales fuentes de financiación.

Durante años el Estado ya financió una parte importante del gasto de la Seguridad Social, junto a los ingresos provenientes de las cotizaciones sociales. El ajuste de la asistencia sanitaria al marco constitucional aconsejó la aplicación de un principio de separación de fuentes por el cual las cotizaciones se dedicaban a la financiación de las prestaciones del nivel contributivo, circunscribiéndose la aportación del Estado –y no totalmente– a la parte asistencial. Ese diseño, que pudo resultar válido para un momento concreto de la evolución demográfica, no lo es para la fase de maduración en la que accederán a la jubilación los baby boomers.

IV. El Estado como garante de la sostenibilidad del sistema de pensiones. Resulta urgente e imprescindible un cambio que lleve al Estado a complementar progresivamente los ingresos del sistema como vía más efectiva para preservar la centralidad de las pensiones dentro de nuestro Estado social.

Semejante acción de reequilibrio de las fuentes de financiación no es ninguna ocurrencia. Cuenta con la misma legitimidad –y pacífico encaje constitucional– con la que la protección por desempleo pasó de financiarse casi exclusivamente a través de cotizaciones sociales antes de la crisis a recibir la mitad de los recursos directamente del Estado durante el periodo más crítico. Y es ciertamente un diseño bien conocido por los países de nuestro entorno.

La pregunta entonces es si el esfuerzo presupuestario adicional que se plantea resulta asumible para el Estado. No cabe duda de que el incremento de la aportación estatal sería muy notable, pero es un reto asequible por las siguientes razones. Primero, porque el nivel de gasto en pensiones suprimiendo los cambios de 2013 evolucionaría hacia cotas que hoy ya, con una riqueza menor, sostienen sin problemas otros países próximos. Segundo, porque urge y debe producirse una mejora de los ingresos fiscales que enjuague la grave insuficiencia (casi ocho puntos) que tiene España respecto de los demás Estados europeos. Tercero, porque el esfuerzo de financiación exigido sería progresivo en el tiempo, lo que facilitaría un margen de maniobra para el desarrollo de otras políticas igualmente necesarias para el mantenimiento del sistema de pensiones (política de empleo, inmigración, natalidad…). Y, cuarto, porque se trata de un esfuerzo con una duración temporal limitada, en la medida en que a partir de 2050 se produciría una significativa caída del gasto como consecuencia del agotamiento de los efectos de la jubilación de la generación del baby boom.

Desde una perspectiva de defensa del sistema público de pensiones de reparto como pilar de un Estado de Bienestar aún incompleto, consideramos que la fórmula más efectiva para lograr esos recursos adicionales sería la creación de un recurso fiscal específico para la financiación de las pensiones que, como expresión de un firme y amplio compromiso político –blindaje–,serviría para la preservación del patrimonio social que hemos construido entre todos. Otros proponen soluciones distintas que entrañan un menor gasto público –y un mayor gasto privado– que conduce a pensiones mayoritariamente más bajas. A ellos hay que pedirles que expliquen sus propuestas, pero incluso antes de ello habría que exigirles que aclaren por qué rechazan el actual modelo público de pensiones.

lunes, 2 de noviembre de 2015

¡Basta ya de engaños con las cuentas públicas!


Fernando Luengo
Profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid.


Artículo en Público.es de fecha 2 noviembre 2015


Hay que recordarlo cuantas veces sea necesario. El origen de la crisis no se encuentra en el desgobierno de las finanzas públicas, sino en la ineficiencia del sector privado. Más concretamente, en el auge desbordante de la industria financiera y en la asunción de riesgos excesivos en busca de rentabilidades excepcionales. Esta industria, y las grandes corporaciones y fortunas que la alimentaron, se beneficiaron de una regulación pública complaciente, cuando no cómplice.

El universo de las finanzas, y la consiguiente economía del endeudamiento, nos llevaron a galope tendido hasta una crisis de proporciones históricas y nos empujaron a la Gran Recesión. El desplome de la actividad económica y la ingente cantidad de recursos destinados a salvar a los bancos –no lo olvidemos, los verdaderos responsables del colapso económico- y  a sanear sus cuentas de resultados provocaron el rápido aumento de los niveles de déficit y deuda públicos.

Oportunidad de oro para dar a la ciudadanía gato por liebre. Las élites políticas y económicas, y los medios de comunicación a su servicio, se lanzaron a un bombardeo mediático incesante con un mensaje que culpaba al sector público de “gastar lo que no tenía, dilapidar los recursos de todos y vivir por encima de sus posibilidades”. Un discurso cínico y tramposo que, a fuerza de repetirlo mil veces, se ha abierto camino, como si formará parte del sentido común, de una verdad indiscutible. Lo cierto, sin embargo, es que el desorden presupuestario ha sido la consecuencia, en absoluto la  causa, de la crisis. Ha sido, asimismo, el resultado de la incursión de los  grandes grupos económicos privados en los espacios públicos, devorando recursos que son de todos y convirtiendo todo lo que tocaban en negocio.

El argumento de la “austeridad presupuestaria” ha resultado muy útil para abrir el grifo de los recursos públicos a la banca y las grandes corporaciones. Lo que tan solo ha sido un  saqueo organizado (¡Cuánta razón tenían los que proclamaban que la gestión de la crisis era una estafa!), se convertía en una estrategia para salir de la crisis. Estrategia que, por cierto, no ha funcionado. Más deuda pública, más desempleo, mas desigualdad, más pobreza, un alarmante deterioro de nuestra capacidad productiva y crecimiento endeble.

Resulta evidente que las políticas de ajuste presupuestario (y de devaluación salarial) han fracasado, pero continúan reivindicándose como el camino a seguir. No solo por los gobiernos, sino también como uno de los cimientos de la zona euro y de la Unión Europea. ¿Cómo es posible tanta ofuscación, cuando el balance de esas políticas  ha sido tan negativo? Será que no lo ha sido tanto… para el poder. No solo se ha asistido a una masiva socialización de los costes de la crisis y a una histórica redistribución de la renta y la riqueza hacia los grupos socialmente más privilegiados. Las políticas de austeridad lanzan, además, un mensaje de calado, al deslegitimar lo público, que queda estigmatizado como ineficiente y despilfarrador; de este modo, alcanzar el equilibrio presupuestario se convierte en el santo y seña de las buenas prácticas en materia de política económica. Otra de las consecuencias de gran trascendencia de las referidas políticas de austeridad es que su implementación ha debilitado financieramente las instituciones cuyo cometido principal era promover la equidad social e impulsar las inversiones públicas. Instituciones que encarnaban un consenso social basado en cierto equilibrio en las relaciones de poder y en la existencia de puentes institucionales que hacían posible las políticas redistributivas.

Por todo ello, las políticas de austeridad, más allá de la coyuntura de la crisis, han llegado para quedarse. Además de haber facilitado un ajuste de cuentas histórico en beneficio de los poderosos, han creado las condiciones para que se hagan realidad un proceso de acumulación por desposesión y la ocupación y mercantilización de los espacios públicos y de la política. Por las mismas razones, hay que reivindicar el gasto público, en su vertiente social y productiva. ¿Porqué hay que recuperar lo perdido durante los años de crisis? Sí. ¿Porqué dicho gasto es una palanca fundamental para la reactivación de la actividad económica? Sí. ¿Porqué un aumento del gasto público en esas partidas se puede financiar introduciendo más progresividad y eficiencia en el sistema tributario, que se encuentran muy por debajo de los estándares comunitarios? También. Pero no perdamos de vista lo fundamental. El corazón de una decidida actuación del sector público en materia social y productiva reside en la defensa de la igualdad de oportunidades y en la necesidad de eliminar privilegios inaceptables, en el convencimiento de que esos gastos son imprescindibles  para un buen funcionamiento de la economía, y  en que ha llegado el momento de poner la decencia, la democracia y la ciudadanía en el centro de la agenda política.

martes, 13 de octubre de 2015

Si queremos pensiones, luchemos


 

Artículo de Edmundo Fayanas Escuer publicado el 13 de Octubre de 2015 en el diario nueva tribuna.es

Las pensiones están sufriendo grandes presiones desde el mundo de los poderosos que solo miran por sus beneficios y no por el bien común.compartir

 

Como vemos día a día, sigue la ofensiva de los medios de comunicación (prensa, radio y televisión), así como los poderes financieros, para cargarse el sistema público de pensiones, anunciándonos la hecatombe venidera. En consecuencia, que mejor solución, que hacerse una pensión privada.

¿Vamos al desastre de las pensiones públicas?

NO. Quién nos va a garantizar mejor las pensiones, que el propio Estado. ¿Creen ustedes que los bancos son más seguros? Vean, que ha pasado con los bancos quebrados o por empresas quebradas como las multinacionales Enron o Worldcom que significó la pérdida de las pensiones privadas de decenas de miles de sus trabajadores.

El gran argumento, que se utiliza es la demografía. Para ello, no dudan en presentarnos pirámides de población de los años 2050 o 2060 y ahí ya nos comunican la hecatombe total.

¿Son fiables estas pirámides poblacionales? No lo son, porque no están hechas de forma científica, sino con la finalidad de conseguir unos resultados para justificar los fines de la privatización de las pensiones públicas.

Recordemos los errores de las pirámides de población elaboradas en el año 1990, que como conclusión nos anunciaban, que para el año 2000, la Seguridad Social estaría quebrada, por la disminución de población. Llegó el año 2000, la población española había crecido y la Seguridad Social tenía superávits.

En el año 2000, nos vuelven a presentar una pirámide poblacional donde nos hablan de que en el año 2010, la población española sería de 39 millones y en consecuencia nos anuncian la hecatombe de la Seguridad Social. La realidad es, que en el año 2010, nuestro país pasó de los 47 millones de habitantes y tuvo un fondo de reserva de las pensiones de 68.000 millones de euros.

¿Cabe mayor desatino? ¿Han pedido perdón? ¿Por qué insisten cuando saben que se equivocan? Como ven, los intereses económicos de los poderosos están muy por encima de los intereses generales.

Otro de los argumentos, que se emplean es el déficit de la Seguridad Social ¿Tiene déficit la Seguridad Social?

Sí. ¿Por qué lo tiene? Porque los ingresos han disminuido mientras que los gastos crecen, aunque a un ritmo menor.

¿Por qué tiene déficit la Seguridad Social? Es consecuencia de las políticas llevadas por el PP: austeridad, reforma laboral, subvenciones a empresas y bancos... Veamos.

La reforma laboral ha provocado un abaratamiento del despido de los trabajadores y ha permitido una rebaja salarial en torno al 15% del salario que se cobraba. Además, ha provocado un aumento del paro hasta el 25% y el empleo que se está creando es de baja calidad, con poco salario e inestable. Las empresas no suelen cumplir los horarios pactados y los trabajadores hacen horas sin cobrarlas bajo la amenaza de despido.

Nos dicen que la tasa de paro disminuye, pero el déficit de la Seguridad Social no lo hace en el mismo porcentaje ¿Por qué? Entre finales de junio de 2014 y el de 2015, el número de trabajadores contratados fue de 523.501, es decir, ha habido un incremento del 3,2%. Sin embargo, la recaudación sólo ha crecido un 0,8% ¿Por qué esta disonancia? Dos son los motivos, por un lado, la cotización media a finales de junio de 2014 era de 3.023 euros por trabajador, mientras que un año después es de 2.952, es decir, los salarios siguen bajando, a pesar de lo que nos dice el optimista Rajoy.

Por otro lado, como nos han anunciado se han creado 523.501 puestos de trabajo, pero el aumento de horas de trabajo equivalía en este periodo a sólo 310.000 jornadas completas de trabajo (40 horas), por lo que se confirma la gran precarización de los trabajos.

Cuando dejemos de tener una inflación negativa, como la que tenemos los dos últimos años, podremos entender en toda su plenitud, la pérdida de poder adquisitivo que significa la revalorización del 0,25% de las pensiones impuestas por el PP y entenderemos al desastre que nos lleva dicha medida a través de menor valor de las pensiones.

¿Se puede recaudar más para la Seguridad Social?

Sí, pero hay que hacer que los salarios se revaloricen y los empleos sean más estables y que de una vez por todas se luche contra la economía sumergida, que ronda el 24%. Debe hacerse que la recaudación sea más progresiva, haciendo que los salarios más altos paguen más. No es de recibo que por ejemplo la Sra Botín (Santander), Alierta (Telefónica), González (BBVA)… paguen lo mismo, que un trabajador medio de sus empresas.

Es difícilmente entendible, que las políticas activas de creación de empleo, no las paguen los presupuestos del Estado, sino que sea a costa de los ingresos de la Seguridad Social y en consecuencia de las pensiones. Las exenciones empresariales desarrolladas por el PP han supuesto una pérdida de recaudación de unos 2.000 millones de euros anuales en los ingresos de la Seguridad Social.

El Partido Popular plantea, que las pensiones de viudedad y orfandad salgan de la Seguridad Social y dependan directamente del Estado. Actualmente, hay 2.350.932 pensiones y su coste medio es de 8.838,2 euros anuales y hay 339.811 pensiones de orfandad con un coste medio de 5.192,32 euros anuales.

En estas pensiones de viudedad y de orfandad hay unas, que son contributivas y otras que debían ser pagadas por el Estado, pero las paga actualmente la Seguridad Social. No debemos permitir, que estas pensiones salgan de la Seguridad Social pero si lo que se debe hacer, es que aquellas pensiones de viudedad y de orfandad que le corresponden al Estado, éste ingrese ese cantidad a la Seguridad Social. De esta forma seguiremos con una única caja y garantizaremos,  que estas pensiones no dependan de los intereses partidarios, que se vayan dando en cada momento.

Como vemos, las pensiones están sufriendo grandes presiones desde el mundo de los poderosos que solo miran por sus beneficios y no por el bien común.

Si queremos que las pensiones sigan con una estructura como hasta ahora, deberemos pelearlas diariamente y de eso debemos ser conscientes, porque si no nos movilizamos está claro lo que quieren y nos jugamos un bienestar mínimo y el futuro también de nuestros hijos y nietos.

 

martes, 22 de septiembre de 2015

La cara oculta del éxito económico alemán


Artículo publicado por Juan Torres López en su blog La tramoya el 17 septiembre 2015

 

El éxito y gran rendimiento de la economía alemana en los últimos años, incluso en medio de una crisis global tan fuerte como la que hemos vivido, es indiscutible. Y no cabe duda de que se debe a que ha conseguido consolidarse como una gran potencia exportadora.

En estos momentos, Alemania es el tercer exportador mundial (tras China y EEUU) y también el tercer importador. En 2014 representó el 7,2% del comercio mundial (frente al 11,3% y 10,6% de China y EEUU, respectivamente). El porcentaje que representan sus exportaciones sobre el PIB alcanzó el 45,7% en 2014 y las importaciones el 39,1% (frente al 32% y 29,6% de España, por ejemplo). Eso significa que su grado de apertura (medido como el porcentaje del PIB que representa la suma de sus exportaciones e importaciones) es del 84,8%, el más alto de todos los países más ricos del mundo y 23 puntos porcentuales más que el de España.

Alemania tuvo un superávit comercial equivalente al 8% de su PIB en 2014, a diferencia de lo que ocurre en las demás grandes potencias económicas. China, muy por detrás, lo tuvo del 3,5%, pero otras tuvieron déficit, como el Reino Unido (-6%), Estados Unidos (-4,5% del PIB), Francia (-3,4%) o España (-2,4%). La magnitud de este excedente se percibe teniendo en cuenta que desde 2000 hasta finales de 2015, según las últimas previsiones, habrá sumado unos dos billones de euros.

La buena marcha de la economía alemana en su conjunto se manifiesta también en la evolución de la deuda pública que, al contrario de lo que está sucediendo en la casi totalidad de las demás grandes economías, se va reduciendo, habiendo bajado en plena crisis (de 2010 a 2014) cinco puntos y medio (del 80,5% al 74%).

En el imaginario colectivo, los éxitos alemanes se suelen explicar recurriendo a la idea de que su pueblo es especialmente laborioso y ahorrador a diferencia de lo que ocurre con otros, y en especial con los del sur de Europa, de quienes siempre se dice que trabajamos menos, que dependemos de las ayudas alemanas y que gastamos más, viviendo por encima de nuestras posibilidades.

No se suele señalar, sin embargo, que la economía alemana ha llegado a ser una gran potencia gracias a las ayudas y generosidad de otros pueblos. Concretamente, gracias a las deudas que nunca devolvió, es decir, a que cientos de miles de trabajadores de otros países trabajaron gratis para levantar a una Alemania entonces destrozada por su propia responsabilidad. Una generosidad que luego los poderosos alemanes niegan a otros pueblos. Y, sobre todo, se oculta que el éxito de la economía alemana se reparte muy desigualmente entre los propios alemanes, de modo que una gran parte de ellos (y sobre todo de ellas, como mostraré enseguida) soporta condiciones laborales y sociales cada vez peores y menos satisfactorias.

La superioridad de la industria alemana sobre sus competidores se suele explicar por dos tipos de factores. Por un lado, por sus salarios reducidos, algo que se ha podido conseguir gracias a las reformas orientadas a disminuir la capacidad negociadora de los trabajadores que se vienen realizando desde la reunificación; y gracias también a la llamada ley Hartz que consolidó los trabajos basura o minijobs. Por otro, por la mejor relación calidad/precio de las exportaciones alemanas que se deriva de su especialización en productos de alta gama o “nobles”, que se pueden vender incluso aunque su precio aumente. Y, finalmente, porque además de eso la industria alemana externaliza (es decir, produce fuera de sus fronteras) un buen porcentaje de los componentes de su producción (el 52% en 2012).

Un estudio reciente muestra concretamente que los bajos salarios explicarían el 40% de la ventaja de Alemania respecto a Francia y las demás razones el resto (France et Allemagne : une histoire du désajustement europeen).

Gracias al establecimiento de condiciones de negociación laboral cada vez más asimétricas, los trabajadores alemanes siguen cobrando como media un 3% menos que en 2000 en términos reales, es decir, teniendo en cuenta la subida de precios, y se ha calculado que gracias a ello la masa salarial ha perdido alrededor de un billón de euros en esos últimos euros, en beneficio lógicamente de las diversas rentas del capital.

Como he dicho, la ley Hartz abrió paso a la generalización de los minijobs, auténtico trabajo basura que disimula la realidad del empleo alemán. Hoy día hay unos 7 millones de este tipo de empleos y unos 4,5 millones trabajadores ganando menos de 450 euros mensuales por 24 horas de trabajo a la semana, con un salario/hora de unos 5,6 euros de media. El 90% de quienes ocupan estos empleos trabajan menos de 20 horas semana y en el 75% de los casos tienen un salario menor a 8,5 euros por hora.

Estos minijobs se caracterizan porque en ellos el salario bruto es igual a salario neto, es decir, que no comportan ningún tipo de cotización y, por tanto, prácticamente ninguna cobertura de derechos sociales. No hay bajas remuneradas por enfermedad ni por cualquier otro tipo de situación. Y los derechos pasivos que generan son ridículos: la pensión a que daría derecho el haber trabajado 45 años en uno de estos minijobs sería de 150 euros mensuales.

Las mujeres soportan de modo especial este trabajo precario. Ocupan las dos terceras partes de todos los minijobs y para tres de cuatro mujeres empleadas en ellos ese empleo es la única fuente de ingreso.

La intensidad del empleo femenino en los minijobs significa que las mujeres son totalmente dependientes de los hombres a la hora de recibir prestaciones sociales. Eso explica que el 84% de las mujeres que sólo tienen estos empleos basura estén casadas (frente al 60% de todas las mujeres alemanas). Y es de destacar también que este tipo de empleo basura tiende a ser permanente, es decir, que frena casi completamente la movilidad social ascendente: un tercio de las personas empleadas en minijobs siguen estándolo después de 10 años y el 50% después de seis años.

Aunque es verdad que los minijobs han hecho que aumente la tasa de empleo de los mujeres (del 62% en 2002 al 71,5% en 2012) lo cierto es que se reparten el mismo volumen de trabajo porque una gran parte están empleadas a tiempo parcial, con una media de 19 horas semanales y con un salario de 5,6 euros de media.

La consecuencia de todo ello es que Alemania se ha convertido en uno de los países europeos con mayor desigualdad y que se alcancen niveles récord de pobreza. Actualmente hay unos 12,5 millones de pobres (que ganan menos de unos 900 euros mensuales), y un millón más de alemanes pobres en 2013 que ocho años antes. Y también destaca en este ámbito el mayor sufrimiento de las mujeres, destacando la situación de las madres no casadas, pues el 40% de ellas son pobres. En una gran potencia económica como Alemania, el 20% del total de sus ciudadanos y los dos tercios de los desempleados no tienen ningún patrimonio.

Pero para garantizar el éxito exportador alemán no sólo ha hecho falta disminuir los salarios de sus trabajadores sino también imponer una regla de moderación salarial a los países de su entorno, bien porque compite con ellos o porque en ellos externaliza parte de su producción, como señalé. Y de esa manera resulta que el “éxito” de la economía alemana se convierte en el principal factor de inestabilidad de la economía europea: al ser una economía excedentaria debería subir salarios y al no hacerlo lo que hace es obligar a que los tengan que bajar los países deficitarios, que necesitarían subirlos para mejorar el rendimiento de su economía.

Para terminar, resulta que Alemania tampoco coloca el excedente que genera en su propia economía y eso no sólo impide limitar la desigualdad y la pobreza, sino que también provoca otras grandes deficiencias en materia de infraestructuras y de capital social. El excedente lo dedica a financiar a los demás países para que puedan comprar sus productos (190.000 millones de euros en 2014) o, como antes de la crisis, a que sus bancos hagan negocio alimentando burbujas especulativas.

En definitiva, el éxito de la economía alemana tiene unos claros paganos: los asalariados alemanes y especialmente las mujeres, sus grupos sociales de rentas más bajas, las economías y países que la rodean y que han sido tan torpes de aceptar el predominio político e institucional de sus grandes grupos económicos y financieros. Y no sólo eso: el modelo que Alemania impone al resto de Europa acabará con el proyecto europeo en su conjunto porque éste no puede sino naufragar cuando se basa en la asimetría y en la divergencia, como viene ocurriendo. Y, sobre todo, porque para favorecer constantemente a los grandes grupos económicos y financieros hace falta desmantelar la democracia.

El éxito económico alemán es la ruina para millones de alemanes y para el resto de Europa y el principio del fin de la democracia en Europa. Y lo lamentable es que esto no es la primera vez que ocurre.

viernes, 21 de agosto de 2015

¿Se benefician los países periféricos de formar parte de la eurozona?

La situación de los países del sur de la eurozona en el actual escenario es a corto plazo muy perjudicial y, a medio y largo plazo, insostenible.

Artículo de Gabriel Flores de fecha 20 de Agosto de 2015 en diario Nueva Tribuna.

 
La eurozona se ha convertido para Grecia en algo muy parecido a un cepo que impide atender las necesidades específicas de su economía y, más importante aún, de su ciudadanía. El Gobierno de Syriza y la mayoría social griega sospechan que salir de la eurozona sería aún peor y se resisten a contemplar tal posibilidad. Si esa situación objetiva y la percepción subjetiva dominante en la sociedad griega se extienden a los otros países del sur de la eurozona damnificados por las políticas de austeridad, la eurozona entendida como parte esencial del proyecto de unidad europea tendría los días contados.

El problema es de tal envergadura y gravedad que la posibilidad abierta por Alemania en el curso de las últimas negociaciones con Grecia de podar o desprenderse de un socio problemático puede llegar a destruir la actual eurozona o, por lo menos, a reducir sustancialmente su composición y alcance. Para dar un nuevo aliento al proyecto de unidad europea, las fuerzas europeístas de izquierdas están obligadas a desarrollar una propuesta política alternativa a la reforma institucional que la derecha europea ha puesto en marcha y que pretende mantener una unión monetaria mínima (sin solidaridad presupuestaria o financiera ni mecanismos explícitos de gobernanza) y blindar la estrategia de austeridad extrema impuesta a los países del sur de la eurozona.

La intensificación de la crisis griega y su desenlace (un tercer rescate tan ineficaz y destructivo como los dos anteriores que no va a contribuir en nada a resolver ninguno de los graves problemas que sufren la economía y la sociedad griegas) han puesto en cuestión para qué le sirve o en qué beneficia a los países periféricos ser miembros de la eurozona, ya que la mayoría de sus teóricas ventajas, como se ha visto en la entrega anterior de esta serie de artículos, no se han concretado, han desaparecido o se han transformado en desventajas.

Tres factores se han sumado en el nuevo dislate provocado por las instituciones europeas al imponer a la ciudadanía griega y a su legítimo Gobierno un mal acuerdo: primero, una coyuntura electoral que ha precipitado una heterogénea alianza interesada en dar una lección al Gobierno de Syriza, debilitar sus apoyos internos y avisar a posibles navegantes conflictivos hasta qué punto, hoy por hoy en la eurozona, cualquiera que pretenda una alternativa a la estrategia de austeridad vigente se adentra en aguas procelosas; segundo, la cerrazón del bloque de poder conservador que gestiona los asuntos europeos a reconocer que la estrategia de austeridad extrema y devaluación salarial impuesta a los países periféricos no ha funcionado y está generando una crisis social y un deterioro de las relaciones entre los socios europeos desconocidos en la ya larga historia del proyecto de unidad europea; y tercero, las debilidades e incoherencias institucionales con las que nació la eurozona y que, en gran parte, se han ampliado tras la crisis global que estalló en 2008.

Los países periféricos de la eurozona están obligados a equilibrar sus cuentas públicas y exteriores mediante políticas extremas de austeridad y devaluación salarial. Por el contrario, las economías que conforman el núcleo o centro de la eurozona muestran cuentas públicas equilibradas y altos superávits por cuenta corriente, pero sus autoridades no parecen dispuestas a impulsar su demanda interna, lo que permitiría la reducción de esos superávits y, al tiempo, favorecería la actividad económica de los países del sur de la eurozona. El exceso de ahorro de los países del norte de la eurozona ha dejado de fluir hacia los países periféricos. Los mercados financieros se cerraron en 2008 para los países del sur de la eurozona y resultan todavía poco accesibles para los agentes económicos públicos y privados sobre endeudados que no pueden lograr los préstamos, inversiones o transferencias públicas que necesitan.

Los países del norte de la eurozona solo están dispuestos a rescatar o atender las necesidades financieras más urgentes de sus socios periféricos en la medida que éstos se comprometan a realizar y apliquen reformas que permitan cuadrar las cuentas públicas a fuerza de recortes brutales en el gasto y la inversión públicos y una desregulación del mercado de trabajo (con el objetivo de hundir los costes laborales) que no ha conseguido flexibilizar su funcionamiento. En realidad, las reformas que denominan de forma poco apropiada como estructurales han conseguido equilibrar las cuentas exteriores y reducir los déficits públicos de los países periféricos por una vía muy diferente a la pretendida, tras generar una gran pérdida de empleos y actividad económica y sin lograr impedir un mayor deterioro de las tasas (en porcentaje del PIB) de deuda pública y deuda externa neta.

La reducción de los costes laborales y la paralela desaparición de derechos laborales no han contribuido a flexibilizar el funcionamiento del mercado de trabajo, a pesar de la intensa desregulación a la que ha sido sometido, ni a sostener el empleo. Consiguieron, en cambio, abaratarlo, parcelarlo en empleos a tiempo parcial, independizarlo de condiciones laborales y contratos dignos y, en definitiva, aumentar el empleo indecente y consolidar la extensa gama de empleos de baja cualificación y remuneración en sectores de escaso valor añadido, reducida capitalización y nula densidad tecnológica. El recorte salarial no se tradujo en disminución del nivel general de los precios en la proporción correspondiente ni repercutió en una reducción significativa de los precios de exportación que permitiera una mejora significativa de la competitividad-precio y cuadrar, gracias al impulso de las exportaciones, las cuentas exteriores.

La presión sobre los costes laborales ha ocasionado un fuerte incremento de los márgenes de beneficios brutos de las empresas sin que el alza de la rentabilidad haya supuesto una mejora suficiente de la inversión privada. Dicho de otra forma, la devaluación salarial, el deterioro de derechos laborales y la disminución de la presión fiscal sobre las grandes empresas ha logrado mejorar rápidamente su rentabilidad, pero no ha reforzado ni modernizado los factores que permiten mejorar el crecimiento potencial, la productividad global de los factores y, como consecuencia, la rentabilidad a largo plazo. La consolidación de especializaciones productivas inconvenientes y las ganancias de competitividad así conseguidas no han permitieron impulsar en la medida necesaria el empleo, la inversión o las exportaciones.

Ha sido la presión sobre la demanda doméstica, recortando presupuestos públicos y salarios reales y alimentando el estancamiento de la actividad económica, la que ha permitido, por un lado, reducir las importaciones y equilibrar las cuentas exteriores y, por otro, recortar el gasto y la inversión públicos con objeto de disminuir el déficit público.

En definitiva, la presión sobre precios y salarios (es decir, la devaluación interna) es siempre insuficiente, porque provoca una deflación por deuda que impide una reactivación sostenida y la reducción de las tasas de endeudamiento. El avance limitado o coyuntural en el equilibrio de las cuentas públicas y exteriores se ha logrado comprimiendo la demanda interna, pero el consiguiente reforzamiento de la tendencia al estancamiento de la actividad económica doméstica, la consolidación de altas tasa de paro y la destrucción de crecimiento potencial acaban agravando el exceso de endeudamiento  público y obstaculizan la disminución de la deuda externa neta.

Además, la devaluación interna no puede hacer nada por el cambio y la mejora de las estructuras productivas de los países del sur de la eurozona (tampoco es posible encontrar tal pretensión entre los objetivos de la estrategia conservadora); por el contrario, consolida y profundiza la especialización en actividades y productos de menor productividad y valor añadido que requieren bajos niveles de cualificación de la fuerza de trabajo. De esta manera, las diferencias o asimetrías coyunturales entre los socios tienden a agrandarse y se consolidan como fragmentación estructural en perjuicio de los Estados miembros de menor nivel de desarrollo. A la postre, el deterioro de las expectativas favorables a la convergencia de los niveles de desarrollo, bienestar y renta pone en cuestión el funcionamiento de la unión monetaria y aumenta los inconvenientes que ofrece dicha unión a los países del sur de la eurozona y, especialmente, a sus sectores sociales con menores recursos.

Las diferencias estructurales en la UE no son nuevas, ya existían antes del estallido de la crisis de 2008 y antes también de la constitución de la eurozona. Lo nuevo, por consiguiente, no es la existencia de esa fragmentación estructural sino su profundización y la propia conciencia social de su existencia y de su nefasto impacto sobre los países periféricos de la eurozona y sus sectores más vulnerables.

Antes de 2008, los países periféricos practicaron un modelo de crecimiento sustentado en un endeudamiento de los agentes económicos privados (en el caso de Grecia también del sector público) que alentó un mayor nivel de crecimiento del PIB que el de los países del centro de la eurozona y, como consecuencia, permitió cierta aproximación a  los niveles de renta por habitante de los países más ricos. Pero esa convergencia y el modelo de crecimiento en la que se sostenía eran en gran parte ficticios e insostenibles.

Por un lado, los bancos y entidades financieras de los países del norte de la eurozona que ofrecían los créditos no valoraron convenientemente los riesgos que asumían (los mecanismos de mercado realmente existentes no permitieron evaluar correctamente esos riesgos ni facilitaron el ajuste de los tipos de interés a los muy diferentes niveles de solvencia) y se volcaron en buscar un destino rentable a su exceso de ahorro interno; por otro lado, los agentes económicos privados de los países del sur de la eurozona se endeudaron sin medida para financiar proyectos de inversión vinculados a una burbuja inmobiliaria y crediticia que encontró el mejor caldo de cultivo en el despilfarro, la corrupción y la financiación ilegal de estructuras partidistas y campañas electorales que practicaban y amparaban las grandes fuerzas políticas.

La capacidad suplementaria de financiación obtenida por los países periféricos permitió a éstos, a costa de sobre endeudarse, financiar la burbuja inmobiliaria y el fuerte aumento del gasto público corriente, pero el suplemento de crecimiento económico así conseguido no fue el resultado de un aumento de la productividad global de los factores productivos ni de una acumulación de capital productivo que pudieran en el futuro sostener el nuevo tejido económico generado y afrontar el mayor nivel de endeudamiento.

La quiebra en 2008 de ese modelo de crecimiento mostró que no cualquier impulso de la actividad económica es conveniente, que los países del sur de la eurozona deben poner en pie un nuevo modelo sostenible en el que no predominen el endeudamiento o lo especulativo y que la eurozona, en su conformación institucional actual, lejos de contribuir a reducir las divergencias estructurales las intensifica.

La necesidad de la reforma institucional de la eurozona se impone en la agenda de las tareas europeas, pero la hegemonía conservadora y su estrategia de austeridad persisten en retrasar sine díe (o, nunca mejor dicho, ad calendas graecas) los elementos esenciales de esa imprescindible reforma. La situación de los países del sur de la eurozona en tal escenario es a corto plazo muy perjudicial y, a medio y largo plazo, insostenible.