Artículo de Daniel Kaplún publicado en Nuevatribuna con fecha 15/3/2018.
Nos encontramos con un Gobierno que, contra toda lógica política, se limita
a proponer retoques meramente cosméticos de la infausta reforma unilateralmente
impuesta en 2013.
A nadie se le escapa el cabreo y la indignación con que ha sido recibida la
ignominiosa carta con que la Ministra de (des)Empleo e (in)Seguridad Social,
Fátima Báñez, anunció a bombo y platillo la “buena nueva” del pírrico
incremento del 0,25%
En los últimos meses se está viviendo en España un tímido, pero creciente,
resurgimiento de la movilización social, en buena parte protagonizado por
la protesta de los pensionistas contra
el pírrico incremento del 0,25% anual. Más allá de las movilizaciones (hasta
ahora relativamente minoritarias, aunque cada vez más numerosas), a quien esto
escribe, y a cualquier persona mínimamente abierta al diálogo con sus
semejantes, no se le escapa el cabreo y la indignación con que ha sido recibida
la ignominiosa carta con que la Ministra de (des)Empleo e (in)Seguridad
Social, Fátima Báñez, anunciando a bombo y platillo la “buena
nueva” de esta exorbitante subida,
carta que constituye un auténtico insulto, además de un mayúsculo error
político (como ha reconocido implícitamente el propio Presidente del Gobierno
en la sesión parlamentaria del pasado miércoles 13 de marzo) y que bien se
hubiera podido haber ahorrado, revirtiendo el gasto en algún centimillo más de
aumento.
Pero lo que quizá resulte sorprendente es que el cabreo no se haya
producido antes, siendo que tan generosa práctica se
encuentra ya en su quinto año de aplicación: es de suponer que la casi total
ausencia de inflación (e incluso deflación en algunos momentos) en el periodo
2014-2016 la había hecho imperceptible hasta ahora. Pero, para regocijo (para
mí incomprensible) de los economistas ortodoxos, los tiempos de la deflación ya
han pasado, y con la “recuperación” (para algunos pocos afortunados claro)
hemos “vuelto a la normalidad”, con una subida del IPC del 1,6% en 2017, y
expectativas del 2% para el año en curso. Y entonces sí se nota la pérdida de
poder adquisitivo, la erosión lenta pero continuada que va horadando nuestras
ya de por sí bastante menguadas economías domésticas. Y más cuando se compara
esa insignificante subida con la (bastante más importante, aunque en absoluto
suficiente) del Salario Mínimo Interprofesional,
o la recientemente pactada para los
funcionarios, o la que se ha conseguido en algunos convenios
colectivos. En definitiva, que los pensionistas empiezan (empezamos) a
preguntar, con toda razón, “¿qué hay de lo mío?”.
Y, ante la fatídica e inevitable pregunta, nos encontramos con un Gobierno
(y el partido que lo sustenta) que, contra toda lógica política (puesto que los
mayores de 65 años constituyen su mayor granero de votos), se limita a proponer
retoques meramente cosméticos (amén de imprecisos y fuertemente condicionados),
de la infausta reforma unilateralmente impuesta en 2013, gracias a la mayoría
absoluta de la que entonces disfrutaba. Y nos lo explica con razones,
supuestamente “científicas”, que para nuestras (también supuestamente) cortas
entendederas parecen inexpugnables, pero que en realidad son puras falacias
tecnocráticas, engañifas interesadas, cuyo principal (sino único) beneficiario
es la Banca, aquella que hemos rescatado los españolitos de a pie con nuestra
sangre, sudor y lágrimas y que, no satisfecha con haber estrujado nuestros
depauperados bolsillos, pretende perpetuar dicha extorsión “per omnia sécula
seculórum” metiendo sus garras no solo en nuestra subsistencia, sino en la de
nuestros hijos, nietos, biznietos…, y así hasta el infinito.
Veamos entonces en qué consiste la falacia, en primer lugar, y tratemos de
explicar de forma comprensible por qué osamos calificarla de tal modo. Pero
antes será necesario que aclaremos someramente cómo funciona nuestro sistema de
pensiones, al menos para consensuar los puntos de partida.
NUESTRO SISTEMA DE PENSIONES: PÚBLICO Y DE REPARTO
Como quizá no todos sepan, hay dos maneras posibles de asegurar la
supervivencia de las personas una vez superado el periodo de actividad
laboral: capitalización o reparto. En el primer caso, cada
individuo ahorra durante su etapa productiva, y ese es el capital con que
cuenta para sobrevivir cuando deja de producir. Normalmente, ese ahorro se va
introduciendo mes a mes en una “hucha”, es decir en una cuenta abierta en una
entidad financiera (ya sea un banco o una aseguradora), que la gestiona
proporcionándole unos intereses, que se van acumulando al capital que se ha ido
depositando. La suma de ese capital más los intereses acumulados constituyen,
por lo tanto, el dinero con que se cuenta para subsistir cuando se deja de
percibir ingresos por la actividad productiva.
El problema consiste, entonces, en cómo calcular de cuánto disponer cada
mes, sin saber durante cuánto tiempo ha de estirarse el importe de que se
dispone. Porque si uno se retira a los 67 años y vive (supongamos) hasta
los 90, ese dinero ha de durarnos 23 años (esto es, unas 276
mensualidades), pero si fallece a los 75 solo ha de repartirse entre 8 años (o
96 mensualidades). En el primer caso tendríamos que ir soltándolo casi “por
goteo”, mientras en el segundo podríamos “tirar la casa por la ventana”. Y el
gran problema es que eso no hay manera de saberlo para cada persona,
individualmente considerada, sino solo (y muy relativamente) para una media de
los integrantes de una sociedad determinada (es lo que los demógrafos llaman
“esperanza de vida”). Este sistema, por lo tanto, comporta unos riesgos
considerables (a los que habría que añadir, además, los inherentes a la propia
entidad financiera, que en todo ese tiempo puede quebrar, equivocar sus
inversiones, etc., etc.).
El segundo sistema, el de reparto, implica que los que en cada momento
están produciendo financian el sustento de quienes ya han dejado de trabajar
que, a su vez, han estado financiando con sus cotizaciones a sus respectivos
ancestros. Mediante esas cotizaciones, cada trabajador adquiere el
derecho a ser sostenido por las generaciones siguientes. En
principio, este sistema (que es el que disfrutamos en España y, en general, en
la mayoría de países del mundo) es más solidario y comporta menores riesgos
para los pensionistas: tendrán derecho a disfrutar de sus pensiones durante
todo el resto de sus vidas. Y para garantizar plenamente el ejercicio de ese
derecho, el sistema es de carácter público, es decir que el organismo
recaudador de las cotizaciones (la Seguridad Social) pertenece al Estado, y
está sometido a los controles inherentes a cualquier entidad estatal.
Pero que implique menos riesgos no quiere decir que esté totalmente exento
de ellos. Al depender del montante de las cotizaciones generadas por las
generaciones activas, se ve expuesto a variaciones difícilmente predecibles,
derivadas de la proporción existente entre el número de cotizantes
(sustentadores) y el de pensionistas (beneficiarios). Y este equilibrio es
inestable por naturaleza, puesto que depende de la evolución demográfica que,
en principio, resulta poco controlable (aunque algo se puede hacer al
respecto). Y también de las cantidades cotizadas por los activos, es decir de
la calidad, estabilidad y cuantía de sus ingresos, esto es, de las condiciones
(también variables por naturaleza) del mercado de trabajo.
LA CRISIS DEL SISTEMA: REDUCCIÓN DE INGRESOS Y TENDENCIA CRECIENTE DEL
GASTO
Hasta hace algunos años, esa proporción era más que suficiente para
asegurar la sostenibilidad del sistema de pensiones, hasta el punto de que
llegó a generarse un ahorro (la llamada “hucha” de las pensiones) que,
en su momento máximo, alcanzó los 66.000 millones de euros. Pero, con la
crisis, el montante total de las cotizaciones comenzó a disminuir, no por
causas demográficas sino económicas: debido al vertiginoso incremento del
desempleo, por una parte, y a la reducción de los salarios (“devaluación
interna”, que dirían los economistas) por otro. Es decir, menos cotizantes
aportando cotizaciones más bajas, mientras el gasto en pensiones no solo se
mantenía estable, sino que tendía a incrementarse (esto sí por causas
demográficas).
Este creciente desequilibrio fue lo que indujo al Gobierno de
Rodríguez Zapatero a, en primer lugar, congelar las pensiones en 2010
(anulando la subida correspondiente al año siguiente) y, posteriormente, pactar
con los Sindicatos la reforma de 2011. Dicha reforma, como es sabido, contenía
tres modificaciones fundamentales (aunque no son las únicas):
a. Elevación gradual de la edad legal de
jubilación de 65 a los 67 años
b. Incremento progresivo del tiempo de
cotización exigible para tener derecho a la pensión máxima de 35 a 37 años
c. Incremento, también gradual, del periodo
de cotización a tener en cuenta para determinar la cuantía de la pensión
inicial de los 15 a los 25 últimos años
Esto significa que, ante una crisis de carácter (aparentemente) coyuntural,
se adoptaron medidas claramente estructurales, esto es, que rendirían sus
(supuestos) frutos solo a largo plazo. Y entre tanto el sistema siguió en
situación de déficit creciente, hasta el punto de que, a día de hoy, la famosa
“hucha” ya está prácticamente agotada (y más que lo estaría si el Gobierno
Rajoy no hubiera acudido en su auxilio mediante “préstamos” de la Hacienda
Pública que, al igual que buena parte de los rescates bancarios, probablemente
no se devolverán nunca).
Pero la cosa no terminó aquí, como es sobradamente sabido, sino que
en 2013 el Gobierno del PP procedió a una nueva reforma, esta vez
no pactada con nadie y sustentada únicamente en su mayoría absoluta
parlamentaria. La reforma de 2013 introduce otros dos elementos, uno de
aplicación inmediata (enero de 2014), y otro que entrará en vigor el año
próximo (2019):
a. El llamado “factor de revalorización”,
que suprime la obligatoriedad del aumento en base al IPC garantizada por el
Pacto de Toledo de 1995 y, en su lugar, establece una compleja fórmula que
tiene en cuenta los ingresos y gastos del sistema y las variaciones anuales en
el número de perceptores de pensiones contributivas. El nuevo método establece,
además, unos topes máximo (el IPC más un 0,5%) y mínimo (0,25%), que impiden
que, cualquiera sea el resultado de la fórmula antes mencionada, las pensiones
puedan verse reducidas en términos absolutos o excesivamente incrementadas.
b. El denominado “factor de sostenibilidad”,
que se introducirá a partir del año próximo en el cálculo de la pensión inicial
de los nuevos beneficiarios, y que se basa en la esperanza de vida en el
momento de acceder a la jubilación. Esta es la verdadera espada de Damocles que
se ha clavado al sistema, y que afectará a las pensiones futuras en una cifra
difícilmente predecible pero que, según algunos expertos, puede derivar en una
reducción de su poder adquisitivo de hasta un 40% a largo plazo.
Solo la primera medida de esta segunda reforma tiene (tuvo) efectos
inmediatos sobre el gasto en pensiones, aunque hasta ahora muy limitados puesto
que, como ya se explicó al comienzo de este artículo, durante los primeros tres
años de su aplicación la inflación fue casi nula, o incluso negativa. La
segunda medida es, nuevamente, de carácter estructural, y sus efectos serán
bastante limitados al comienzo de su aplicación (se habla de menos del 0,5% de
pérdida de poder adquisitivo para el primer año), pero muy importantes a largo
plazo. Pero lo más grave es que la vinculación de la cuantía de la pensión
inicial a la esperanza de vida introduce, de facto, un elemento propio
del método de capitalización que, por lo tanto, distorsiona
radicalmente el espíritu de nuestro actual sistema de pensiones, basado
en el reparto.
LA SINIESTRA AMENAZA DE LA DEMOGRAFÍA
No se trataba (ni se trata) tanto, por ende, de poner un parche a la fuga
de recursos causada circunstancialmente por la crisis, sino de atajar un
(supuesto) torpedo que amenazaría de manera irreversible la línea de flotación
del sistema: la irrefrenable tendencia al envejecimiento de la población
española, debida a dos factores concomitantes: la disminución de la natalidad y
el aumento de la longevidad. En simple: cada año habría menos activos para
sostener a más pensionistas. Algo que un economista televisivo explicó de
manera extremadamente simple (y consiguientemente falsa) con este “demoledor”
esquema:
(Donde “P” son los perceptores de pensiones y “C” los cotizantes)
Pero las cosas distan mucho de ser tan simples como nos las quieren pintar
estos autoinvestidos profetas del apocalipsis. Pese a su armadura de supuesta
infalibilidad, la demografía y la economía no dejan de ser ciencias
sociales, y por lo tanto sometidas a la impredictibilidad de las
conductas humanas, mal que les pese a algunos de sus sacerdotes. A lo largo de
los últimos 40 años se han elaborado por el INE, EUROSTAT y otros organismos
igualmente dotados de inexpugnables halos de credibilidad, al menos una decena
de proyecciones (casi siempre divergentes entre sí, por más inri) sobre la
evolución de la población española a 25. 30 o 40 años vista: ninguna de las que
han alcanzado ya su horizonte o se han aproximado a él lo suficiente se ha
visto confirmada, sino todo lo contrario. No es, por lo tanto, ni mucho menos,
la primera vez que nos vemos expuestos a predicciones catastrofistas que no se
cumplen, por (entre otras) una sencilla razón: se contradicen con
las proyecciones de evolución de la economía que estos mismos sacerdotes
de las (supuestas) ciencias exactas predican.
Si no fuera así, ¿cómo podría explicarse que, al mismo tiempo, estemos
proyectando un incesante decrecimiento de la población ocupada y un crecimiento
igualmente constante y sostenido del PIB? ¿Qué trabajadores producirían ese
incremento, si su número no parase de disminuir? No hay mejora de la
productividad que haga posible semejante milagro, y menos en una economía
dominada por los servicios y (solo cuando el viento sopla de cola) la
construcción. Economistas y demógrafos neoliberales, hagan ustedes el favor de
ponerse de acuerdo, o nos van a volver locos a todos (ustedes los primeros, si
es que no lo están ya).
Según algunas proyecciones elaboradas en la década de 1980, el sistema
debería haber quebrado ya hace algún tiempo, pero hete aquí que, entre tanto,
nos entraron algo así como 5 millones de inmigrantes; que no solo equilibraron
la balanza, sino que la inclinaron en dirección contraria, hasta el punto de
dotarnos de un fondo de reserva (ya esfumado) de 66.000 millones de euros.
Pues las proyecciones demográficas no son otra cosa que estimaciones que
parten del supuesto del mantenimiento invariado de las tendencias actuales, y
da la infausta casualidad de que las tendencias cambian, como cambian todos los
comportamientos humanos, para adaptarse a circunstancias igualmente cambiantes.
En este momento, la natalidad está en caída libre por efecto de varios
factores, tanto económicos como sociales: el acelerado incremento de la
actividad femenina, el derrumbe del modelo de familia patriarcal, pero también
la depauperación generada por la crisis económica y sus consecuencias en
términos de desempleo, precarización y pérdidas salariales… Y la longevidad se
ha incrementado muy considerablemente gracias a la exponencial mejora de la
protección sanitaria experimentada en las últimas décadas del siglo pasado,
conjugada con los avances de la ciencia médica.
Pero ambas tendencias pueden revertirse; y de hecho una de ellas se está
revirtiendo ya, lamentablemente, por efecto de los recortes en las prestaciones
sanitarias: tras décadas de crecimiento sostenido, la longevidad comienza a dar
síntomas de estancamiento, e incluso empieza a retroceder. ¿Y quién puede
garantizarnos que, ante los primeros síntomas de recuperación, las parejas
comiencen a desbloquear su cerrada (y muy comprensible) negativa actual a
engendrar? ¿O que no regresen (de hecho lo están haciendo) algunos de los
jóvenes españoles que, durante los peores años de la crisis, se vieron forzados
a optar por la emigración? ¿O que, una vez agotados los recursos humanos
infrautilizados por la crisis, nos veamos nuevamente necesitados de importar
trabajadores, como a finales del siglo pasado y principios del actual? Nada de
esto es seguro, pero desde luego nadie podría negar que es, al menos, posible,
sino probable. Y ello sin contar las intervenciones públicas que puedan
efectuarse para estimular la natalidad, la inmigración o el retorno de la
emigración, por ejemplo. Y si admitimos estas posibilidades, quizá nos
encontremos con que la tan temida catástrofe se habrá perdido en las sombras
del olvido y (otra vez) a vivir que son dos días.
SUPONGAMOS LO PEOR: ALTERNATIVAS AL RECORTE DE LAS PENSIONES
Pero la cabezonería de los intereses crematísticos que subyacen tras estas
agoreras predicciones es ilimitada, porque incluso aceptando como válido el
peor de los dantescos escenarios que nos puedan pintar, aún nos quedaría una
extensa batería de recursos alternativos al puro y duro recorte de las
pensiones.
Nuestra Constitución establece claramente que la jubilación es un derecho por
cuya vigencia deben velar los poderes públicos, sosteniéndolo a través de las
cotizaciones y de los Presupuestos Generales del Estado,
pero no indica en qué proporción han de aportar unas y otro. Esto ya es así
ahora, aunque en la actualidad la aportación del erario público es minoritaria.
Una mayor contribución presupuestaria puede compensar, en todo o en parte, lo
que el sistema deje de percibir por la reducción de las cotizaciones, ya sea
ésta coyuntural (por las consecuencias de la crisis) o estructural (por la
caída de la población en edad de trabajar).
Esta aportación, a su vez, podría canalizarse por dos vías, no
necesariamente alternativas:
o
Inyecciones directas de fondos (más honestas y transparentes que los
supuestos “créditos” que ha dispuesto recientemente el Gobierno, dejando claro
su carácter no reintegrable)
o
O descargando al sistema de parte de sus obligaciones como, por ejemplo,
las prestaciones no contributivas (cuya financiación interna al sistema parece
cuando menos poco coherente). Quizá no necesariamente todas, pero sí al menos
algunas de ellas.
Pero incluso al interior del sistema queda un amplio margen para mejorar su
financiación, si existe voluntad política para ello. Bastaría con tocar algunas
normas, que me atrevo a calificar de arbitrarias, injustas, y algunas de ellas
absolutamente ineficientes:
a. Las cotizaciones están “topeadas”, es
decir que los salarios más altos no cotizan en proporción directa a su cuantía
real, sino en relación a un supuesto salario máximo, fijado arbitrariamente.
Esto lleva a que un directivo de una gran empresa cotice (en términos
relativos) menos que su secretaria, que posiblemente perciba un salario tres o
cuatro veces inferior, porque seguramente doblará o incluso triplicará el tope
de cotización. Suprimir o, al menos, elevar estos topes permitiría incrementar
de forma significativa los ingresos del sistema. Y este “destope” debería regir
tanto para las aportaciones de los propios afectados como para las de sus
empleadores (cotizaciones empresariales).
b. Es imprescindible encontrar una solución
más justa y objetiva a las cotizaciones de los trabajadores
autónomos, que en la actualidad deciden por sí mismos cuánto quieren
aportar (entre varias cantidades posibles, fijadas de manera igualmente
arbitraria por la Seguridad Social), sin ninguna relación objetiva con sus
ingresos reales. Habrá quienes decidan cotizar al máximo para asegurarse una
pensión lo más digna posible tras su retiro, pero la mayoría (y más cuando se
están sembrando tantas y tan fundamentadas dudas sobre el futuro de las
pensiones) opta por la cotización mínima. En el otro extremo, muchos de ellos
se ven obligados a cotizar muy por encima de lo que correspondería a sus
ingresos reales (que además tienden a ser sumamente irregulares), y suelen
optar por darse de baja del sistema cuando tienen poca o ninguna carga de
trabajo, simplemente por no poder soportar esas obligaciones.
Si bien reconozco la dificultad existente para conocer los ingresos reales
de ciertos autónomos (no de todos), me permito sugerir que sus cotizaciones
deberían, al menos, vincularse de alguna manera a sus declaraciones de IRPF,
limitando, sino suprimiendo, su actual libertad de elección. A cambio, sí
podrían flexibilizarse los periodos de cotización, ahora obligatoriamente
mensuales, para que pudieran elegir si prefieren hacerlo de forma trimestral,
semestral o incluso anual, a fin de que puedan adaptarlos mejor a la
irregularidad de sus ingresos.
c. Y, por último, es indispensable revisar
a fondo la multitud de exenciones, bonificaciones y otras prebendas que se han
ido otorgando a los empresarios para (supuestamente) estimular la contratación
y la creación de empleo, cuya eficacia es más que cuestionable.
Y si todo esto (más lo que se me haya quedado en el tintero, que seguro que
lo hay) no fuese suficiente, no perdamos de vista que el gasto en pensiones en
relación al PIB es en España bastante inferior al de otros países de nuestro
entorno más inmediato, como Italia o incluso Portugal, de modo que hay sobrado
margen para incrementarlo.
Estas son tan solo algunas de las medidas que podrían adoptarse para
mejorar los ingresos del sistema, haciéndolo a la vez más justo y transparente.
Es claro que falta precisarlas y, sobre todo, cuantificarlas, pero lo que no es
admisible es que ni siquiera se hayan planteado, y la única vía de reequilibrio
que se presente sea el mero recorte de las prestaciones, en base a
razonamientos tan simplistas como falsos, como los que se han descrito al
comienzo de este artículo.
NO CABE LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA: LOS INTERESES SUBYACENTES
Esa aparente ceguera a siquiera abrir la mirada hacia otras vías de
solución no es tal, sino que responde a la colocación previa de unas anteojeras
que, como a los caballos, solo permiten ver en una sola dirección, la que
interesa a los amos del cotarro. Y ambos términos de la ecuación (los amos y
sus intereses) a mí al menos me parece que están muy claros: se trata de las
entidades financieras, ávidas de captar recursos, que buscan tenazmente
presionar al personal para que detraiga de lo que no tiene para suscribir
planes de jubilación, fondos de pensiones y otros productos similares,
convenciéndolos de que, de lo contrario, vivirán su vejez en la más absoluta
miseria.
Y, ya en el colmo de la desfachatez, hace algunos días ha salido a la
palestra el Gobernador del Banco de España a sugerirnos que, por si lo anterior
no fuera suficiente o no nos hubiéramos percatado a tiempo, la mayoría de los
pensionistas estaban posados sobre un inmenso capital que no debería permanecer
ocioso: su vivienda en propiedad y totalmente pagada, que se podía perfecta y
racionalmente rentabilizar mediante la suscripción de una hipoteca inversa. Es
decir que, no contentos con tenerles atados a una hipoteca durante la mayor
parte, sino la totalidad, de su vida activa, ahora pretenden también prolongar
esa atadura hasta la muerte, dilapidando así la pírrica herencia que pretendían
dejar a sus descendientes.
Desde luego, se trata de un recurso perfectamente legítimo para quien
quiera utilizarlo, pero lo que no me parece tolerable es que se obligue a ello
mediante la reducción por debajo de la línea de supervivencia de un derecho
constitucional de primer nivel.
LA CONSECUENCIA INEVITABLE: PENSIONISTAS EN PIE DE GUERRA
No es de extrañar, entonces, que de repente, como un brote epidémico, los
pensionistas nos hayamos puesto en pie de guerra y salido a la calle. Lo que
duele (al menos a mí me duele en el alma) es que pareciera que no haya forma de
lograr que esa movilización sea, por una vez, unitaria: desde el principio ha
habido dobles convocatorias, las de los sindicatos de clase por un lado y la de
la Coordinadora en Defensa de las Pensiones Públicas por otro, dualidad que no
parece tener miras de solución. Obviamente, esto debilita las movilizaciones y
dificulta las (imprescindibles e inevitables) negociaciones con las
instituciones, partidos y otros interlocutores. Al igual que las debilitan las
divergencias en cuanto a las reivindicaciones: unos exigen la derogación de la
reforma de 2011 que otros reivindican por su carácter pactado (y sobre la
que, personalmente, tengo bastantes dudas y creo que necesitaría, al menos,
algunos retoques). Personalmente, una larga historia de militancia política me
impulsa a identificarme con los sindicatos de clase (y ojalá pudiera hablar en
singular y no en plural, como en mi país de origen), sin cuya lucha seguramente
no estaríamos donde estamos, ni será posible salir de este magma neoconservador
que nos ahoga. Lo que no significa ser ciego a sus carencias, sino la férrea
voluntad de superarlas desde dentro.
Y, ya en el colmo del delirio, otros aprovechan para hacer circular por las
redes sociales, grupos de WhatsApp, etc., un mensaje tan maniqueo como absurdo,
pero que se ha vuelto lamentablemente viral (en el más literal sentido de la
palabra: virus que ataca nuestras neuronas hasta inutilizar nuestra capacidad
de razonar), culpando a los políticos (así, en general, sin diferenciar
partidos, ni ideologías, ni personalidades) de todos los males y proponiendo
que “la reforma de las pensiones comenzará…” privándolos de sus privilegios
(reales o supuestos), como si con eso solo fuese suficiente para curar todos
nuestros males. En otras palabras, aplicando el lema goebbelsiano de “un solo
enemigo”. Lo cual no implica que nuestro sistema representativo no adolezca de
graves defectos y desequilibrios, que lo hacen merecedor de una revisión en
profundidad.
Lo siento por los compañeros bien intencionados que se han prestado a ese
juego (de algunos de ellos no me lo hubiera esperado nunca): la experiencia
histórica demuestra sobradamente que de la anti-política, del anti-sindicalismo
y de la “transversalidad” al populismo, y de allí al fascismo, hay un trecho
muy corto, y por ahí sí que no paso.
EPÍLOGO: LA JUBILACIÓN DIGNA ES UN DERECHO CONSTITUCIONAL INALIENABLE
La Constitución Española de 1978 (tan denostada por algunos sin apenas
conocerla) establece en su Título I (“De los derechos y deberes
fundamentales”), artículo 50:
“Los poderes públicos garantizarán,
mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la
suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo, y con
independencia de las obligaciones familiares, promoverán su bienestar mediante
un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de
salud, vivienda, cultura y ocio.”
Se puede decir más alto, pero no más claro. Y, para que no quepa ninguna
duda, está puesto en el Título Primero, es decir como un derecho de
primer nivel. Es obvio que falta mucho para su pleno cumplimiento (las
pensiones mínimas y no contributivas distan mucho de asegurar esos derechos, y
por ellas hay que empezar), pero lo que no podemos permitir es que se nos
arrebate lo que con tanto esfuerzo, dolor y lucha hemos ido consiguiendo en el
desarrollo de este artículo. Más bien lo contrario, ir aproximándonos cada vez
más a la plenitud de su ejercicio.
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