Artículo de Lidia Falcón en Público de fecha 12 abril 2018.
El 12 de abril de 1931 se celebraron elecciones municipales en
toda España y las candidaturas republicanas consiguieron la mayoría en cuarenta
capitales de provincia. Los partidos monárquicos únicamente ganaron en
nueve: Ávila, Burgos, Cádiz, Lugo, Orense, Palma de Mallorca, Pamplona, Soria, Vitoria. Incluso aquellas que hoy consideramos atrasadas o reaccionarias
como las gallegas o las castellanas votaron entusiasmadas por la República.
En palabras del ministro de la Gobernación la tarde de las
votaciones, «las informaciones recibidas de los pueblos pequeños
acusaban favorables impresiones, pero las de los pueblos importantes eran, como
las de las capitales de provincia, desastrosas.» En Vitoria y Pamplona, donde triunfaron los jaimistas (partidarios del infante Jaime, primer hijo de Alfonso
XIII), tras la proclamación de la
Segunda República se repitieron las
votaciones el 31 de mayo, y se obtuvieron sendas victorias republicanas. La corriente
antimonárquica había triunfado en 41 capitales de provincia.
En Madrid, los concejales republicanos triplicaban a los
monárquicos y en Barcelona los cuadruplicaban. España se acostaba monárquica y
se levantaba republicana, y así lo constató el conde de Romanones cuando
aconsejó al rey Alfonso XIII que se fuera porque su pueblo no lo quería, a
pesar de las consultas que aquel pretendía hacer a su Ejército.
Han transcurrido 87 años y la España que fue republicana,
ilustrada, progresista, incluso socialista, acepta la monarquía, al parecer
como mal menor, utilizando como chantaje la amenaza siempre presente de otra
conflagración civil, cuando ninguna situación actual es comparable con la de
1936 ni existe ninguna justificación a que España, que tanto luchó por la
República deba aguantar, sin esperanza de cambio, la saga de los Borbones.
Al parecer hay que cumplir el dicho de que los Borbones
siempre vuelven: se echó a Isabel II y regresó Alfonso XII, se echó a
Alfonso XIII y aquí tuvimos a Juan Carlos I. Pero para ver la corona
nuevamente reinando en Españaeste martirizado pueblo, que, como decía
Bernardo López García, “no ha tenido más verdugo que el peso de su
corona”, que ha librado tres guerras civiles para acabar con
el feudalismo, los gobiernos corruptos, una Administración anquilosada, el
amiguismo y el enchufismo, la explotación de sus trabajadores, las
desigualdades de renta y la marginación y la opresión de sus mujeres, tuvo que
ser derrotado trágicamente en la última y soportar 40 años de dictadura. Para
encontrarse nuevamente con el reinado borbónico que mantiene los mismos
privilegios que un siglo atrás.
Las generaciones crecidas en el caldo de cultivo de la dictadura
primero y de la democracia después, no solo en los colegios fascistas,
jesuíticos y del Opus sino también en esta escuela pública que no enseña
nuestra verdadera historia, no saben nada de lo que fue aquella heroica
República y los principios que defendía y que aprobó una Constitución que
comenzaba diciendo que “España es una República democrática de
trabajadores de toda clase,” y cuyo artículo 3 afirmaba que “El
Estado español no tiene religión oficial”. Como declaración de principio
ratificaba en su artículo 6 que “España renuncia a la guerra como
instrumento de política nacional”. Ya sabemos lo que duró aquella paz y
cómo la traicionaron los generales que habían jurado fidelidad a la República.
Aquellos que reclaman la Mancomunidad de sus provincias bajo este
Estado monárquico no parecen saber que el Artículo 10 de la
Constitución republicana afirmaba que “las provincias se constituirán por los
Municipios mancomunados conforme a una ley que determinará su régimen, sus
funciones y la manera de elegir el órgano gestor.” Y que este mismo cuerpo
legal fue el que estableció las regiones autónomas y aprobó el Estatut de
Cataluña y el del País Vasco.
Esa Constitución es la primera en España que establece en su
artículo 25 que “No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la
naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas
políticas ni las creencias religiosas. El estado no reconoce distinciones ni
títulos nobiliarios.” Con tales principios se eliminaban las discriminaciones
que sufría la mujer, los privilegios de la aristocracia, las prebendas
que mantenía la Iglesia católica y en dos años suprimía el mantenimiento
económico de esta, así como disolvía las órdenes religiosas.
Era la primera vez también que se reconocía la igualdad de
derechos de ambos sexos en el matrimonio y su disolución por mutuo disenso o
con justa causa, así como terminaba con la discriminación de los hijos según
fueran habidos fuera o dentro del matrimonio. Y sabemos que en ese mismo texto
legal se establecía la igualdad para el hombre y la mujer en el derecho al
sufragio universal, igual, directo y secreto.
Con enorme valor que rayaba en una ingenua temeridad, la
Constitución republicana se atrevía a declarar en su artículo 44 que“Toda la
riqueza del país, sea quien fuere su dueño, está subordinada a los intereses de
la economía nacional…con los mismos requisitos la propiedad podrá ser
socializada.” Lo que permitió que antes de un año las Cortes
Republicanas aprobaran la Ley de Reforma Agraria de 1932,
promulgada el 9 de septiembre, que pretendía resolver un problema histórico: la tremenda
desigualdad social que existía en la mitad sur de España. Pues junto a
los latifundios propiedad de unos centenares de familias, casi dos millones
de jornaleros sin tierras vivían en condiciones miserables. El método que
finalmente se escogió para resolver el problema fue la expropiación con indemnización
de una parte de los latifundios que serían entregados en pequeños lotes de
tierra a los jornaleros.
Antes de ello, para solucionar la difícil situación de los
jornaleros desde el primer gobierno provisional se tomaron unas medidas en los
llamados “Decretos agrarios” de Largo Caballero, en los que se prohibía a los propietarios de tierras que
echaran a los campesinos que las arrendaban. Se aplicaba también a los
jornaleros la jornada de 8 horas ya conseguidas por los obreros industriales,
se obligaba a contratar a jornaleros del propio municipio, y se obligaba a los
propietarios a cultivar las tierras bajo amenaza de confiscación, para evitar
que los terratenientes boicotearan a la República dejándolas en barbecho. Era
evidente que la República no podía sobrevivir ante la feroz ofensiva de los
latifundistas que poseían la mayor parte de la riqueza agraria de nuestro país.
Y que en alianza con la banca y la gran industria financiaron el golpe de
Estado y la Guerra Civil, con las bendiciones de la Iglesia Católica.
Quizá ustedes crean que en la actualidad esa cuestión está
resuelta, ya que no se menciona, pero en el día de hoy el 55 por ciento
de las tierras cultivables son propiedad de los latifundistas, que son los
Grandes de España de la aristocracia, igual que a principios del siglo XX, y
que además hoy reciben la mayor parte de las ayudas económicas de la UE en el
Plan Agrario Europeo.
Por supuesto, el Presidente de la República era “criminalmente
responsable de la infracción delictiva de sus obligaciones constitucionales”
al que se podía acusar por la comisión de cualquier delito. La impunidad solo
es privilegio de reyes.
Y sería bueno recordar cómo se escogía a los componentes del Tribunal
de Garantías Constitucionales, que hoy se encuentra en estado de sospecha por
su forma de elección, mientras que la República establecía una enorme variedad
de participantes, desde los magistrados escogidos por el Parlamento a un
representante de cada una de las regiones españolas, dos miembros nombrados por
todos los colegios de Abogados de la República y cuatro profesores de las
Facultades de Derecho, que hacía imposible la venalidad o la parcialidad
en sus resoluciones.
Ciertamente esa República elegida en 1931 se adelantaba en medio
siglo a la de muchos otros países europeos y hoy sería modelo de la que España
necesita.
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