Artículo de Juan Torres Lopez en su blog La Tramoya de fecha 16/6/2020.
La idea de los economistas convencionales sobre la función del Estado en la
economía que predomina en los centros de poder es que debe ser lo más liviana
posible, limitándose a desbrozar el camino para que la iniciativa privada actúe
con la mayor libertad, pues se piensa que sólo el capital privado es el que
tiene capacidad para crear valor, mientras que la intervención estatal sería
puramente improductiva.
Llevado al extremo, ese principio se ha traducido históricamente en
reclamar del Estado una práctica que con ocasión de esta última crisis
provocada por la Covid-19 hemos podido comprobar con especial nitidez: la
socialización de las pérdidas del capital privado cuando éste las provoca y la
privatización del beneficio una vez que el Estado consigue sacarlo a flote. Lo
estamos viendo ahora y lo vimos en otras anteriores, como en la última crisis
financiera de 2008, cuando los Estados hicieron suya la gigantesca deuda y las
enormes pérdidas que había provocado la banca privada.
Esa política se ha impuesto gracias al poder que tienen quienes se
benefician de ella y para eso se hace creer que el Estado no puede hacer otra
cosa positiva que no sea el quitar las piedras de camino por donde debe
discurrir el capital privado. Así se ha generado un mito que hace mucho daño a
las economías en su conjunto y, curiosamente, también al capital privado más
dinámico e innovador.
La realidad es otra, tal y como han puesto de relieve muchos estudios y en
especial los que últimamente viene realizando la economista Mariana Mazzucato.
El valor ni lo crea ni puede crearlo por sí solo el capital privado. No es
verdad que lo generen exclusivamente, como se piensa, los empresarios o los
emprendedores como resultado de su simple acción individual.
En contra de la creencia generalizada, lo cierto es que el valor y la
riqueza productiva sólo pueden generarse con el concurso de las instituciones
públicas, de los centros de investigación y enseñanza públicos y del conjunto
de la sociedad, es decir, del Estado.
Mazzucato ha demostrado con números y análisis de experiencias reales que
la innovación privada, los grandes éxitos empresariales y los grandes avances
tecnológicos generalmente asociados a la iniciativa o a la búsqueda del
beneficio individual no hubieran podido producirse nunca sin la previa
intervención del Estado. Sin que las instituciones públicas asuman la
investigación básica que a la empresa privada no le resulta rentable, sin la
demanda previa de los Estados y sin sus proyectos estratégicos financiados con
capital pública es materialmente imposible que cualquier empresa privada
desarrolle los productos que hoy día están a la vanguardia de los negocios.
De ahí se deduce, por tanto, que tratar de fomentar la innovación y la
creación de valor debilitando cada día más al Estado es un camino que a la
postre impide que el capital privado salga adelante.
A nadie le cabe duda de que el capitalismo basado en la iniciativa privada
ha sido capaz de lograr los avances tecnológicos más avanzados de la historia
de la humanidad o de proyectar la actividad productiva hacia horizontes nunca
contemplados. Pero la realidad es que esto sólo se ha podido conseguir con la previa
iniciativa del Estado, de las instituciones y la sociedad en general y, por
supuesto, con el dinero público como punto de partida.
Jibarizar el Estado, limitar sus recursos, cortar las alas de la iniciativa
pública o frenar la inversión estatal en ciencia y desarrollo tecnológico, en
infraestructuras de todo tipo, en educación y en cualquiera de los servicios
públicos esenciales es condenar a las sociedades y a las propias empresas
privadas al retraso y al empobrecimiento. No ha habido un sólo caso histórico
de una economía cuyo sector privado haya avanzado y se haya consolidado con
competitividad y poder económico sin la presencia y el concurso de un Estado
económicamente fuerte y dinamizador.
Guste o no, lo cierto es que el emprendimiento que resulta determinante y
motor de los demás es el que protagoniza inicialmente el Estado y así ha
ocurrido en mucha mayor medida con la revolución tecnológica de los últimos
treinta o cuarenta años. La inmensa mayoría de los inventos e innovaciones que
luego fueron más exitosos, o que determinaron el éxito en los mercados
privados, se han generado inicialmente en el sector militar o en los centros
públicos civiles de investigación.
La clave del éxito económico y del progreso de las economías más avanzadas
del planeta nunca ha sido la fortaleza de un sólo sector y menos del privado,
sino la actuación coordinada del conjunto de los sujetos económicos, de la
existencia de un ecosistema que funcione coordinada y sinérgicamente.
Ahora que nos estamos proponiendo reconstruir nuestras economías deberíamos
tener muy en cuenta esta realidad. Deberíamos ser muy conscientes de que los
mayores daños de esta pandemia se están dando precisamente allí donde los
Estados y sus servicios públicos son más débiles, en donde casi han llegado a
desmantelarse.
Lo anterior no quiere decir que todos los Estados hayan actuado como
motores del emprendimiento y de la innovación. No ha sido así precisamente
porque, como dije al principio, se tiende a exigirles que actúen simplemente
como apagafuegos del capital privado y porque éste trata constantemente de
quitarse de encima el compromiso de contribuir a la financiación del Estado,
creyendo erróneamente que sólo le supone una carga innecesaria. Pero la
alternativa a un Estado que no desempeña las mejores funciones que pude llevar
a cabo no puede ser su desaparición o el reducirlo a la mínima expresión. Se
trata, por el contrario, de lograr que asuma la misma función que desempeña en
los casos más avanzados y exitosos.
La experiencia nos ha demostrado hasta la sociedad que los mercados pueden
proporcionar resultados muy brillantes (aunque no siempre eficientes porque la
competencia apenas funciona y es incompatible con la innovación que, por
definición, produce diferencias y posiciones de cuasi monopolio). Pero también
es evidente que su funcionamiento es espontáneo y que no está orientado,
también por definición, a conseguir grandes objetivos sociales. Si estos se
quieren conseguir es imprescindible la presencia del interés público, bien sea
con carácter singular o bajo cualquier tipo de cooperación entre capital
público y privado. Y la cuestión clave radica en que hoy día es imposible o
suicida no sentirse concernido o renunciar a objetivos como frenar el cambio
climático, proporcionar estabilidad y seguridad a las relaciones financieras,
evitar el crecimiento desorbitado de la desigualdad, satisfacer niveles
siquiera sea mínimos de las necesidades de toda la población mundial, so pena
de padecer crisis sociales de consecuencias impensables; o, sin necesidad de ir
más lejos, luchar contra una pandemia como la que estamos viviendo. Nada de
ello, como digo, se puede conseguir no ya sin Estado sino con el Estado débil,
desvestido, desprovisto de recursos y acomplejado que ha creado el
neoliberalismo.
En España deberíamos reconsiderar todo esto en estos momentos y no seguir
llevádonos por los cantos de sirena del neoliberalismo. En los últimos años se
ha frenado el desarrollo de nuestro sistema de ciencia e investigación y se ha
desmantelado todo un sistema público empresarial que funcionaba mucho mejor que
el privatizado con decisiones típicas del capitalismo de amiguetes de nuestros
días. Las consecuencias están a la vista: nuestra economía se convierte a pasos
agigantados en un universo de servicios de bajo coste y valor añadido y
nuestras mejores empresas o terminan en manos de otras extranjeras o
simplemente desaparecen para dejar su mercado a otras de fuera que, en muchas
ocasiones, nos colonizan con el apoyo de sus Estados potentes.
Lo que deberíamos hacer es luchar contra la auténtica ocupación que los
grupos oligárquicos vienen realizando desde hace decenios de las instituciones
del Estado, despojarlo de cualquier atisbo de parasitismo y ponerlo al servicio
de la innovación y la creación de riqueza. En lugar de dedicarlo a ser un
siervo del capital privado más rentista, en España deberíamos poner las bases
para que el Estado actúe, como un socio de proyectos de innovación y de
progreso, tal y como defiende Mazzucato. Con control y rigor, con eficacia y transparencia,
con democracia, con inteligencia y fortaleza. Seguir renunciando al Estado y
privatizar sin medida, como quiere hacer en España la derecha, sólo nos lleva a
la colonización, al empobrecimiento de la mayoría y al enriquecimiento
parasitario de unos pocos. No nos dejemos engañar: el Partido Popular, Vox o
Ciudadanos están pidiendo que hagamos en España lo contrario de lo que han
hecho y hacen las economías que tenemos a nuestro alrededor para lograr ser más
fuertes y avanzadas.
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