La
eurozona se ha convertido para Grecia en algo muy parecido a un cepo que impide
atender las necesidades específicas de su economía y, más importante aún, de su
ciudadanía. El Gobierno de Syriza y la mayoría social griega sospechan que
salir de la eurozona sería aún peor y se resisten a contemplar tal posibilidad.
Si esa situación objetiva y la percepción subjetiva dominante en la sociedad
griega se extienden a los otros países del sur de la eurozona damnificados por
las políticas de austeridad, la eurozona entendida como parte esencial del
proyecto de unidad europea tendría los días contados.
El
problema es de tal envergadura y gravedad que la posibilidad abierta por
Alemania en el curso de las últimas negociaciones con Grecia de podar o
desprenderse de un socio problemático puede llegar a destruir la actual
eurozona o, por lo menos, a reducir sustancialmente su composición y alcance.
Para dar un nuevo aliento al proyecto de unidad europea, las fuerzas
europeístas de izquierdas están obligadas a desarrollar una propuesta política
alternativa a la reforma institucional que la derecha europea ha puesto en
marcha y que pretende mantener una unión monetaria mínima (sin solidaridad
presupuestaria o financiera ni mecanismos explícitos de gobernanza) y blindar
la estrategia de austeridad extrema impuesta a los países del sur de la
eurozona.
La
intensificación de la crisis griega y su desenlace (un tercer rescate tan
ineficaz y destructivo como los dos anteriores que no va a contribuir en nada a
resolver ninguno de los graves problemas que sufren la economía y la sociedad
griegas) han puesto en cuestión para qué le sirve o en qué beneficia a los
países periféricos ser miembros de la eurozona, ya que la mayoría de sus
teóricas ventajas, como se ha visto en la entrega anterior de esta serie de
artículos, no se han concretado, han desaparecido o se han transformado en
desventajas.
Tres
factores se han sumado en el nuevo dislate provocado por las instituciones
europeas al imponer a la ciudadanía griega y a su legítimo Gobierno un mal
acuerdo: primero, una coyuntura electoral que ha precipitado una heterogénea
alianza interesada en dar una lección al Gobierno de Syriza, debilitar sus
apoyos internos y avisar a posibles navegantes conflictivos hasta qué punto,
hoy por hoy en la eurozona, cualquiera que pretenda una alternativa a la
estrategia de austeridad vigente se adentra en aguas procelosas; segundo, la
cerrazón del bloque de poder conservador que gestiona los asuntos europeos a
reconocer que la estrategia de austeridad extrema y devaluación salarial
impuesta a los países periféricos no ha funcionado y está generando una crisis
social y un deterioro de las relaciones entre los socios europeos desconocidos
en la ya larga historia del proyecto de unidad europea; y tercero, las
debilidades e incoherencias institucionales con las que nació la eurozona y
que, en gran parte, se han ampliado tras la crisis global que estalló en 2008.
Los
países periféricos de la eurozona están obligados a equilibrar sus cuentas
públicas y exteriores mediante políticas extremas de austeridad y devaluación
salarial. Por el contrario, las economías que conforman el núcleo o centro de
la eurozona muestran cuentas públicas equilibradas y altos superávits por
cuenta corriente, pero sus autoridades no parecen dispuestas a impulsar su
demanda interna, lo que permitiría la reducción de esos superávits y, al
tiempo, favorecería la actividad económica de los países del sur de la
eurozona. El exceso de ahorro de los países del norte de la eurozona ha dejado
de fluir hacia los países periféricos. Los mercados financieros se cerraron en
2008 para los países del sur de la eurozona y resultan todavía poco accesibles
para los agentes económicos públicos y privados sobre endeudados que no pueden
lograr los préstamos, inversiones o transferencias públicas que necesitan.
Los
países del norte de la eurozona solo están dispuestos a rescatar o atender las
necesidades financieras más urgentes de sus socios periféricos en la medida que
éstos se comprometan a realizar y apliquen reformas que permitan cuadrar las
cuentas públicas a fuerza de recortes brutales en el gasto y la inversión públicos
y una desregulación del mercado de trabajo (con el objetivo de hundir los
costes laborales) que no ha conseguido flexibilizar su funcionamiento. En
realidad, las reformas que denominan de forma poco apropiada como estructurales
han conseguido equilibrar las cuentas exteriores y reducir los déficits
públicos de los países periféricos por una vía muy diferente a la pretendida,
tras generar una gran pérdida de empleos y actividad económica y sin lograr
impedir un mayor deterioro de las tasas (en porcentaje del PIB) de deuda
pública y deuda externa neta.
La
reducción de los costes laborales y la paralela desaparición de derechos
laborales no han contribuido a flexibilizar el funcionamiento del mercado de
trabajo, a pesar de la intensa desregulación a la que ha sido sometido, ni a
sostener el empleo. Consiguieron, en cambio, abaratarlo, parcelarlo en empleos
a tiempo parcial, independizarlo de condiciones laborales y contratos dignos y,
en definitiva, aumentar el empleo indecente y consolidar la extensa gama de
empleos de baja cualificación y remuneración en sectores de escaso valor
añadido, reducida capitalización y nula densidad tecnológica. El recorte
salarial no se tradujo en disminución del nivel general de los precios en la
proporción correspondiente ni repercutió en una reducción significativa de los
precios de exportación que permitiera una mejora significativa de la
competitividad-precio y cuadrar, gracias al impulso de las exportaciones, las
cuentas exteriores.
La
presión sobre los costes laborales ha ocasionado un fuerte incremento de los
márgenes de beneficios brutos de las empresas sin que el alza de la
rentabilidad haya supuesto una mejora suficiente de la inversión privada. Dicho
de otra forma, la devaluación salarial, el deterioro de derechos laborales y la
disminución de la presión fiscal sobre las grandes empresas ha logrado mejorar
rápidamente su rentabilidad, pero no ha reforzado ni modernizado los factores
que permiten mejorar el crecimiento potencial, la productividad global de los
factores y, como consecuencia, la rentabilidad a largo plazo. La consolidación
de especializaciones productivas inconvenientes y las ganancias de
competitividad así conseguidas no han permitieron impulsar en la medida
necesaria el empleo, la inversión o las exportaciones.
Ha sido
la presión sobre la demanda doméstica, recortando presupuestos públicos y
salarios reales y alimentando el estancamiento de la actividad económica, la
que ha permitido, por un lado, reducir las importaciones y equilibrar las
cuentas exteriores y, por otro, recortar el gasto y la inversión públicos con
objeto de disminuir el déficit público.
En
definitiva, la presión sobre precios y salarios (es decir, la devaluación
interna) es siempre insuficiente, porque provoca una deflación por deuda que
impide una reactivación sostenida y la reducción de las tasas de endeudamiento.
El avance limitado o coyuntural en el equilibrio de las cuentas públicas y
exteriores se ha logrado comprimiendo la demanda interna, pero el consiguiente
reforzamiento de la tendencia al estancamiento de la actividad económica
doméstica, la consolidación de altas tasa de paro y la destrucción de
crecimiento potencial acaban agravando el exceso de endeudamiento público
y obstaculizan la disminución de la deuda externa neta.
Además,
la devaluación interna no puede hacer nada por el cambio y la mejora de las
estructuras productivas de los países del sur de la eurozona (tampoco es
posible encontrar tal pretensión entre los objetivos de la estrategia
conservadora); por el contrario, consolida y profundiza la especialización en
actividades y productos de menor productividad y valor añadido que requieren
bajos niveles de cualificación de la fuerza de trabajo. De esta manera, las
diferencias o asimetrías coyunturales entre los socios tienden a agrandarse y
se consolidan como fragmentación estructural en perjuicio de los Estados
miembros de menor nivel de desarrollo. A la postre, el deterioro de las
expectativas favorables a la convergencia de los niveles de desarrollo,
bienestar y renta pone en cuestión el funcionamiento de la unión monetaria y
aumenta los inconvenientes que ofrece dicha unión a los países del sur de la
eurozona y, especialmente, a sus sectores sociales con menores recursos.
Las
diferencias estructurales en la UE no son nuevas, ya existían antes del
estallido de la crisis de 2008 y antes también de la constitución de la
eurozona. Lo nuevo, por consiguiente, no es la existencia de esa fragmentación
estructural sino su profundización y la propia conciencia social de su existencia
y de su nefasto impacto sobre los países periféricos de la eurozona y sus
sectores más vulnerables.
Antes de
2008, los países periféricos practicaron un modelo de crecimiento sustentado en
un endeudamiento de los agentes económicos privados (en el caso de Grecia
también del sector público) que alentó un mayor nivel de crecimiento del PIB
que el de los países del centro de la eurozona y, como consecuencia, permitió
cierta aproximación a los niveles de renta por habitante de los países
más ricos. Pero esa convergencia y el modelo de crecimiento en la que se
sostenía eran en gran parte ficticios e insostenibles.
Por un
lado, los bancos y entidades financieras de los países del norte de la eurozona
que ofrecían los créditos no valoraron convenientemente los riesgos que asumían
(los mecanismos de mercado realmente existentes no permitieron evaluar
correctamente esos riesgos ni facilitaron el ajuste de los tipos de interés a
los muy diferentes niveles de solvencia) y se volcaron en buscar un destino
rentable a su exceso de ahorro interno; por otro lado, los agentes económicos
privados de los países del sur de la eurozona se endeudaron sin medida para
financiar proyectos de inversión vinculados a una burbuja inmobiliaria y
crediticia que encontró el mejor caldo de cultivo en el despilfarro, la
corrupción y la financiación ilegal de estructuras partidistas y campañas
electorales que practicaban y amparaban las grandes fuerzas políticas.
La
capacidad suplementaria de financiación obtenida por los países periféricos
permitió a éstos, a costa de sobre endeudarse, financiar la burbuja
inmobiliaria y el fuerte aumento del gasto público corriente, pero el
suplemento de crecimiento económico así conseguido no fue el resultado de un
aumento de la productividad global de los factores productivos ni de una
acumulación de capital productivo que pudieran en el futuro sostener el nuevo
tejido económico generado y afrontar el mayor nivel de endeudamiento.
La
quiebra en 2008 de ese modelo de crecimiento mostró que no cualquier impulso de
la actividad económica es conveniente, que los países del sur de la eurozona
deben poner en pie un nuevo modelo sostenible en el que no predominen el
endeudamiento o lo especulativo y que la eurozona, en su conformación
institucional actual, lejos de contribuir a reducir las divergencias
estructurales las intensifica.
La
necesidad de la reforma institucional de la eurozona se impone en la agenda de
las tareas europeas, pero la hegemonía conservadora y su estrategia de
austeridad persisten en retrasar sine díe (o, nunca mejor dicho, ad
calendas graecas) los elementos esenciales de esa imprescindible reforma.
La situación de los países del sur de la eurozona en tal escenario es a corto
plazo muy perjudicial y, a medio y largo plazo, insostenible.