Por Economistas
Frente a la Crisis | junio 22, 2022 |
Juan Antonio Fernández Cordón y Antonio González
González, economistas y miembros de Economistas Frente a la Crisis
Este artículo es una reacción -por la
sorpresa e indignación de sus autores- ante un artículo publicado en El País
por Estefanía Molina el pasado 2 de junio de 2022:
Oponer unos jóvenes que no pueden permitirse una vivienda, que deben
retrasar el momento de tener hijos y conformarse con trabajos precarios y mal
pagados, a unos ‘viejos’ que viven tan ricamente de generosas pensiones que
pagan esos pobres jóvenes, es un recurso falso y ya clásico de los que llevan
décadas intentando rebajar las pensiones a toda costa.
Los acuerdos del Pacto de Toledo y las medidas del actual gobierno
progresista favorecen la continuidad de las pensiones públicas, al haber
acabado con los recortes de la reforma del Partido Popular en 2013. Esto ha
causado estupor y alarma entre los que confundían la unanimidad de los
portavoces de los poderes financieros con un consenso general para rebajar las
pensiones públicas. Hoy, a la hora de cumplir el compromiso legal de evitar la
pérdida de poder adquisitivo de los pensionistas causada por el aumento de los
precios, multiplican sus advertencias alarmistas: auguran un grave peligro para
las cuentas públicas, mientras paradójicamente insisten en bajar los impuestos.
Y se llega a escribir que, con la recuperación de la inflación, los
pensionistas devoran a sus hijos.
Afirmar que las pensiones es un tema tabú, es ignorar calculadamente la
tinta consumida desde hace décadas por los que se empeñan en reducir las
pensiones a toda costa y la enorme cantidad de artículos, declaraciones y
augurios funestos que se publican cada día en los numerosos medios afines a los
recortadores de las pensiones. Sostener que, a pesar del supuesto tabú, los
jóvenes, hartos de su situación, consideran que es un despropósito “la
indexación de todas las pensiones a un IPC desbocado” es poner en su boca lo
que dicen los “expertos” que defienden los intereses de los poderes
financieros. ¿Se apoya todo esto en alguna encuesta? No, que sepamos. Así, se
pretende que estos jóvenes, en realidad tan maltratados por los que siempre se
han opuesto a cambiar las causas de su precariedad, se conviertan en activos
defensores de sus maltratadores en su batalla contra las pensiones públicas. La
mayoría de los jóvenes sabe que toda rebaja de las pensiones de sus padres y
abuelos se consolidará y recortará las suyas futuras, que ya anticipan míseras
por la precariedad: no van a ser cómplices.
Las pensiones tienen que recuperar la inflación porque, a diferencia de
otras rentas, carecen de oportunidades presentes y futuras para defenderse de
ella. La pensión no tiene absolutamente ninguna posibilidad de aumentar durante
toda la vida del pensionista. Si pierde su poder adquisitivo, bajará su nivel
de vida para siempre.
Se dice que eso se cargará sobre los hombros de los jóvenes a largo plazo.
Pero, su contribución al pago de las pensiones no depende directamente de si el
monto total de las pensiones es más alto o más bajo, sino que es proporcional a
sus ingresos (como para los demás cotizantes), y estos son bajos por la
precariedad de sus empleos. En caso de que las cotizaciones de un año no
alcancen para pagar las pensiones, se debe recurrir a movilizar las reservas,
si existen, o a los ingresos generales del Estado, es decir, los impuestos que,
debido a la progresividad fiscal y a los menores salarios de los jóvenes,
repercuten sobre sus hombros menos que sobre los restantes grupos de edad.
Los jóvenes tampoco compiten con los mayores por las transferencias
sociales. Lo que necesitan es que mejoren sus condiciones laborales, más
estabilidad y mejores salarios, y que el descontrol del mercado inmobiliario –y
la falta de políticas públicas- no les impida acceder a la vivienda, condición
indispensable para poder emanciparse y para fundar una familia y tener hijos.
Cosas que en nada impiden las pensiones y que sus padres
pensionistas son los primeros en defender. El intento de manipular a
los jóvenes, ya bastante vapuleados por el sistema, y de atribuirles un
discurso de mezquindad y egoísmo que no practican, resulta intolerable.
La otra pata de esta tambaleante argumentación también es impugnable: ¿son
tan generosas las pensiones? Primero, no se puede comparar el salario de los
jóvenes con la cuantía de las nuevas pensiones, sino con la de todas las
pensiones. Debido a la maduración del sistema, los nuevos jubilados tienen
carreras de cotización más largas y por tanto les corresponde mayor pensión que
a los más antiguos: tomar una parte por el todo es una falacia. No solo las
pensiones mínimas son bajas: 6 de cada 10 son inferiores a 965 euros, casi seis
millones no llegan al salario mínimo; el 50% no llega a 800 euros y el 40% es
inferior a 700 euros. ¡Poco pueden devorar estos ancianos con pensiones tan
exiguas! Si no recuperan el poder adquisitivo, se consuma su rebaja permanente.
Subir solo las pensiones mínimas, una aparente concesión de los recortadores,
dejaría a muchos millones de mayores en una precariedad insostenible. Aumentar
las pensiones (que carecen de mecanismos para beneficiarse de los avances de la
productividad y la economía) con el IPC, no las mejora, tan solo impide su
caída. Lo que se consigue cuestionando la revalorización, por la que los
pensionistas han tenido que luchar en la calle, es que la inflación sea
soportada por los más débiles, los más necesitados de cuidados y de respeto.
Mientras las eléctricas se embolsan beneficios escandalosos, los propietarios
inmobiliarios suben alegremente sus alquileres y los bancos vuelven a los
confortables beneficios.
La solidaridad intergeneracional no puede derrumbarse porque constituye la
base de nuestra sociedad, sobre la que reposa la continuidad social y hasta de
nuestra especie. Las generaciones en edad de producir cuidan de sus padres,
porque estos han cuidado antes de ellos, y a la vez de sus hijos que en el
futuro se harán cargo de sus necesidades, aunque las formas concretas han
variado a lo largo de la historia. En todo caso, el pacto generacional no se
arregla enfrentando unas generaciones con otras. Los pensionistas de hoy han
facilitado –con sacrificios- a sus hijos el acceso a niveles de formación
inéditos en nuestra historia. No son los responsables de su actual precariedad
laboral y de vivienda, que les obliga en muchos casos a mantener su ayuda, otro
sacrificio para la mayoría, cuando los hijos deberían poder contribuir a
mejorar la vida de sus padres pensionistas. Es esa precariedad la que pone en
peligro un sistema que se resiente de que los jóvenes sufran hoy una
explotación más intensa que la que conocieron sus padres.
Es un dramático error crear un enfrentamiento entre jóvenes y mayores que
ahora no existe, para conseguir a toda costa recortar las pensiones. El reparto
de un PIB que crece de forma continuada (salvo en contadas ocasiones de crisis)
no implica solo a las generaciones. Es necesario indagar en los mecanismos que
han ido reduciendo la parte de nuestro producto nacional que va a las rentas
del trabajo (y a los jóvenes), mientras otras reciben cada vez más. Nunca este
país ha sido más rico y ha producido más que ahora. Empobrecer a los viejos no
mejoraría la situación de los jóvenes: haría a todos más pobres. Pero, aunque
fuera posible: ¿Cómo justificar que se quite el pan a los viejos para dárselo a
los jóvenes, mientras otros se enriquecen como nunca?