jueves, 19 de noviembre de 2015

La sostenibilidad de las pensiones públicas



Desde una perspectiva de defensa del sistema público de pensiones como pilar de un Estado de Bienestar aún incompleto, consideramos que la fórmula más efectiva para lograr esos recursos adicionales sería la creación de un recurso fiscal específico para la financiación de las pensiones.

Artículo publicado en El Diario.es de Borja Suárez Corujo / Antonio González  González

Hace unos días un editorial de El País aprovechaba la publicación del informe de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIREF) sobre la revalorización anual de las pensiones para plantear la necesidad de abrir un debate sobre el futuro del sistema público. Dada la extraordinaria sensibilidad de este asunto, las dificultades que actualmente atraviesa la Seguridad Social y la incertidumbre que el desequilibrio de sus cuentas –y su interpretación– están generando a la ciudadanía, parece realmente oportuna esa reflexión. Sirvan estas líneas como una modesta contribución con la que se quieren aclarar algunos aspectos.

I. El problema coyuntural y el reto estructural. Como primera observación, es acertado señalar que el desequilibrio que hoy sufre el sistema de pensiones no deriva de un problema de gastos, sino de ingresos. Quiere ello decir que nuestro país no gasta demasiado en pensiones; al contrario, estamos por debajo de la media de los países de la Eurozona. Se preguntará entonces el lector por qué la Seguridad Social tiene un déficit superior al 1% del PIB desde hace cuatro años. Y la respuesta es sencilla: por el impacto de la crisis económica y por las políticas ‘austericidas’ que han concentrado todo el ajuste en la destrucción de empleo. Por ello, pese a que este desfase no es en absoluto menor –el Fondo de Reserva se agotará en 2017 ó 2018–, no cabe duda de que su naturaleza es coyuntural, como probaría el que ahora las cuentas estarían equilibradas si tuviéramos el número de cotizantes alcanzado antes de la crisis. En todo caso, hay que denunciar la estrechez del planteamiento que pretende hacer creer que la sostenibilidad del sistema de pensiones depende del nivel de ingresos vinculado a las cotizaciones sociales: la clave más bien reside –debería residir– en el volumen de riqueza que la sociedad está dispuesta a dedicar a sus ancianos, lo que exigirá, en su caso, la articulación de otras fórmulas de financiación.

Sin embargo, de nuevo en este punto se plantea un segundo interrogante que vendría a socavar la fiabilidad del actual sistema público de pensiones: la amenaza que deriva del próximo envejecimiento de la población. Frente al caso anterior, aquí la dimensión del reto es, en parte, estructural, puesto que es indiscutible que ese cambio demográfico va a suponer un incremento muy significativo del número de pensionistas a partir de mediados de la próxima década y durante un largo periodo de tiempo con la consiguiente repercusión en el gasto. Precisamente para dar respuesta a esta transformación de la estructura poblacional se aprobó de forma consensuada (Pacto de Toledo y Acuerdo Social y Económico, tripartito) la reforma de 2011. Este conjunto de ajustes paramétricos imponía sacrificios a los pensionistas y trabajadores, pero garantizaba que el crecimiento del gasto asociado a ese fenómeno demográfico no superara –ni siquiera en el momento más crítico, 2050– un nivel que puede considerarse asumible en términos comparados: 14% del PIB. Un nivel inferior al gasto que hoy realizan Francia, Italia o Austria. A pesar de ello, el gobierno ‘popular’ no consideró suficiente el ajuste y volvió a impulsar cambios en 2013 con una contundencia sin precedentes.

II. La magnitud de la reforma de 2013. Difícilmente puede sostenerse, como hace el editorial que hemos mencionado, que la reforma de pensiones llevada a cabo en la presente legislatura (Ley 23/2013) sea “insustancial”. Bien al contrario, cabría afirmar que los dos cambios que impuso de forma unilateral el Gobierno de Rajoy –sustitución del mecanismo de revalorización de las pensiones e introducción de un factor de sostenibilidad vinculado a la esperanza de vida– suponen una ruptura del modelo que hoy (todavía) conocemos. Como reconoce el propio Ejecutivo y avala la Comisión Europea, esas dos medidas habrían de implicar un recorte del gasto en pensiones en 2050 de 3,4% del PIB, lo que daría lugar a unos niveles de gasto muy similares a los actuales. Pero con la significativa diferencia de que el número de pensionistas se habrá prácticamente duplicado.

La entidad del ajuste ya ha comenzado a manifestarse. En concreto, de la información ofrecida la pasada semana por la AIREF  se deduce que la aplicación del nuevo índice de revalorización anual va a implicar una congelación de las pensiones (subida testimonial del 0,25%) hasta bien entrada la próxima década. Tal es el resultado ofrecido por la nueva fórmula de revalorización que ya no persigue la garantía del poder adquisitivo de los pensionistas, sino la estabilidad presupuestaria. Así, el desequilibrio que sufren las cuentas de la Seguridad Social desde 2012 ha de lastrar el mecanismo (de ‘devaluación’) durante al menos seis años más. Con un doble agravante: primero, que aunque mejore la situación financiera de la Seguridad Social el impacto de la jubilación de los baby boomers presionará a la baja la aplicación de la fórmula en el futuro. Y, segundo, que a partir de 2019 la introducción del factor de sostenibilidad supondrá también una reducción de la cuantía inicial de las pensiones.

III. La insostenibilidad social del modelo resultante. A la vista de lo anterior, parece evidente que el modelo resultante de la ruptura de 2013 es insostenible. Pero no porque suponga un gasto excesivo, sino porque condena a los pensionistas a la pobreza, algo que difícilmente cabe en un Estado social en el que los poderes públicos deben garantizar la suficiencia económica a los ciudadanos durante la vejez mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas (artículo 50 de la Constitución).

¿Significa ello que ha de apostarse entonces por un cambio radical de modelo? Hay quien defiende, con diversas variantes y de forma más o menos encubierta, que ha llegado el momento de transformar nuestro sistema de pensiones en uno mixto, limitando el peso del pilar público como vía más efectiva para la extensión del pilar privado. Eso condenaría a la mayor parte de la población –incapaz con sus ingresos de pagarse un fondo privado suficiente– a pensiones casi de pobreza. Nosotros, en cambio, creemos que deben recuperarse las señas de identidad del sistema de pensiones que hemos conocido, para lo cual resulta imprescindible completar las actuales fuentes de financiación.

Durante años el Estado ya financió una parte importante del gasto de la Seguridad Social, junto a los ingresos provenientes de las cotizaciones sociales. El ajuste de la asistencia sanitaria al marco constitucional aconsejó la aplicación de un principio de separación de fuentes por el cual las cotizaciones se dedicaban a la financiación de las prestaciones del nivel contributivo, circunscribiéndose la aportación del Estado –y no totalmente– a la parte asistencial. Ese diseño, que pudo resultar válido para un momento concreto de la evolución demográfica, no lo es para la fase de maduración en la que accederán a la jubilación los baby boomers.

IV. El Estado como garante de la sostenibilidad del sistema de pensiones. Resulta urgente e imprescindible un cambio que lleve al Estado a complementar progresivamente los ingresos del sistema como vía más efectiva para preservar la centralidad de las pensiones dentro de nuestro Estado social.

Semejante acción de reequilibrio de las fuentes de financiación no es ninguna ocurrencia. Cuenta con la misma legitimidad –y pacífico encaje constitucional– con la que la protección por desempleo pasó de financiarse casi exclusivamente a través de cotizaciones sociales antes de la crisis a recibir la mitad de los recursos directamente del Estado durante el periodo más crítico. Y es ciertamente un diseño bien conocido por los países de nuestro entorno.

La pregunta entonces es si el esfuerzo presupuestario adicional que se plantea resulta asumible para el Estado. No cabe duda de que el incremento de la aportación estatal sería muy notable, pero es un reto asequible por las siguientes razones. Primero, porque el nivel de gasto en pensiones suprimiendo los cambios de 2013 evolucionaría hacia cotas que hoy ya, con una riqueza menor, sostienen sin problemas otros países próximos. Segundo, porque urge y debe producirse una mejora de los ingresos fiscales que enjuague la grave insuficiencia (casi ocho puntos) que tiene España respecto de los demás Estados europeos. Tercero, porque el esfuerzo de financiación exigido sería progresivo en el tiempo, lo que facilitaría un margen de maniobra para el desarrollo de otras políticas igualmente necesarias para el mantenimiento del sistema de pensiones (política de empleo, inmigración, natalidad…). Y, cuarto, porque se trata de un esfuerzo con una duración temporal limitada, en la medida en que a partir de 2050 se produciría una significativa caída del gasto como consecuencia del agotamiento de los efectos de la jubilación de la generación del baby boom.

Desde una perspectiva de defensa del sistema público de pensiones de reparto como pilar de un Estado de Bienestar aún incompleto, consideramos que la fórmula más efectiva para lograr esos recursos adicionales sería la creación de un recurso fiscal específico para la financiación de las pensiones que, como expresión de un firme y amplio compromiso político –blindaje–,serviría para la preservación del patrimonio social que hemos construido entre todos. Otros proponen soluciones distintas que entrañan un menor gasto público –y un mayor gasto privado– que conduce a pensiones mayoritariamente más bajas. A ellos hay que pedirles que expliquen sus propuestas, pero incluso antes de ello habría que exigirles que aclaren por qué rechazan el actual modelo público de pensiones.

lunes, 2 de noviembre de 2015

¡Basta ya de engaños con las cuentas públicas!


Fernando Luengo
Profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid.


Artículo en Público.es de fecha 2 noviembre 2015


Hay que recordarlo cuantas veces sea necesario. El origen de la crisis no se encuentra en el desgobierno de las finanzas públicas, sino en la ineficiencia del sector privado. Más concretamente, en el auge desbordante de la industria financiera y en la asunción de riesgos excesivos en busca de rentabilidades excepcionales. Esta industria, y las grandes corporaciones y fortunas que la alimentaron, se beneficiaron de una regulación pública complaciente, cuando no cómplice.

El universo de las finanzas, y la consiguiente economía del endeudamiento, nos llevaron a galope tendido hasta una crisis de proporciones históricas y nos empujaron a la Gran Recesión. El desplome de la actividad económica y la ingente cantidad de recursos destinados a salvar a los bancos –no lo olvidemos, los verdaderos responsables del colapso económico- y  a sanear sus cuentas de resultados provocaron el rápido aumento de los niveles de déficit y deuda públicos.

Oportunidad de oro para dar a la ciudadanía gato por liebre. Las élites políticas y económicas, y los medios de comunicación a su servicio, se lanzaron a un bombardeo mediático incesante con un mensaje que culpaba al sector público de “gastar lo que no tenía, dilapidar los recursos de todos y vivir por encima de sus posibilidades”. Un discurso cínico y tramposo que, a fuerza de repetirlo mil veces, se ha abierto camino, como si formará parte del sentido común, de una verdad indiscutible. Lo cierto, sin embargo, es que el desorden presupuestario ha sido la consecuencia, en absoluto la  causa, de la crisis. Ha sido, asimismo, el resultado de la incursión de los  grandes grupos económicos privados en los espacios públicos, devorando recursos que son de todos y convirtiendo todo lo que tocaban en negocio.

El argumento de la “austeridad presupuestaria” ha resultado muy útil para abrir el grifo de los recursos públicos a la banca y las grandes corporaciones. Lo que tan solo ha sido un  saqueo organizado (¡Cuánta razón tenían los que proclamaban que la gestión de la crisis era una estafa!), se convertía en una estrategia para salir de la crisis. Estrategia que, por cierto, no ha funcionado. Más deuda pública, más desempleo, mas desigualdad, más pobreza, un alarmante deterioro de nuestra capacidad productiva y crecimiento endeble.

Resulta evidente que las políticas de ajuste presupuestario (y de devaluación salarial) han fracasado, pero continúan reivindicándose como el camino a seguir. No solo por los gobiernos, sino también como uno de los cimientos de la zona euro y de la Unión Europea. ¿Cómo es posible tanta ofuscación, cuando el balance de esas políticas  ha sido tan negativo? Será que no lo ha sido tanto… para el poder. No solo se ha asistido a una masiva socialización de los costes de la crisis y a una histórica redistribución de la renta y la riqueza hacia los grupos socialmente más privilegiados. Las políticas de austeridad lanzan, además, un mensaje de calado, al deslegitimar lo público, que queda estigmatizado como ineficiente y despilfarrador; de este modo, alcanzar el equilibrio presupuestario se convierte en el santo y seña de las buenas prácticas en materia de política económica. Otra de las consecuencias de gran trascendencia de las referidas políticas de austeridad es que su implementación ha debilitado financieramente las instituciones cuyo cometido principal era promover la equidad social e impulsar las inversiones públicas. Instituciones que encarnaban un consenso social basado en cierto equilibrio en las relaciones de poder y en la existencia de puentes institucionales que hacían posible las políticas redistributivas.

Por todo ello, las políticas de austeridad, más allá de la coyuntura de la crisis, han llegado para quedarse. Además de haber facilitado un ajuste de cuentas histórico en beneficio de los poderosos, han creado las condiciones para que se hagan realidad un proceso de acumulación por desposesión y la ocupación y mercantilización de los espacios públicos y de la política. Por las mismas razones, hay que reivindicar el gasto público, en su vertiente social y productiva. ¿Porqué hay que recuperar lo perdido durante los años de crisis? Sí. ¿Porqué dicho gasto es una palanca fundamental para la reactivación de la actividad económica? Sí. ¿Porqué un aumento del gasto público en esas partidas se puede financiar introduciendo más progresividad y eficiencia en el sistema tributario, que se encuentran muy por debajo de los estándares comunitarios? También. Pero no perdamos de vista lo fundamental. El corazón de una decidida actuación del sector público en materia social y productiva reside en la defensa de la igualdad de oportunidades y en la necesidad de eliminar privilegios inaceptables, en el convencimiento de que esos gastos son imprescindibles  para un buen funcionamiento de la economía, y  en que ha llegado el momento de poner la decencia, la democracia y la ciudadanía en el centro de la agenda política.