Desde una perspectiva de defensa del sistema público
de pensiones como pilar de un Estado de Bienestar aún incompleto, consideramos
que la fórmula más efectiva para lograr esos recursos adicionales sería la creación
de un recurso fiscal específico para la financiación de las pensiones.
Artículo publicado
en El Diario.es de Borja Suárez Corujo / Antonio González
González
Hace unos días un editorial de El País aprovechaba la
publicación del informe de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal
(AIREF) sobre la revalorización anual de las pensiones para plantear la
necesidad de abrir un debate sobre el futuro del sistema público. Dada la
extraordinaria sensibilidad de este asunto, las dificultades que actualmente
atraviesa la Seguridad Social y la incertidumbre que el desequilibrio de sus
cuentas –y su interpretación– están generando a la ciudadanía, parece realmente
oportuna esa reflexión. Sirvan estas líneas como una modesta contribución con
la que se quieren aclarar algunos aspectos.
I. El problema coyuntural y el reto estructural.
Como primera observación, es acertado señalar que el desequilibrio que hoy
sufre el sistema de pensiones no deriva de un problema de gastos, sino de ingresos.
Quiere ello decir que nuestro país no gasta demasiado en pensiones; al
contrario, estamos por debajo de la media de los países de la Eurozona. Se
preguntará entonces el lector por qué la Seguridad Social tiene un déficit
superior al 1% del PIB desde hace cuatro años. Y la respuesta es sencilla: por
el impacto de la crisis económica y por las políticas ‘austericidas’ que han
concentrado todo el ajuste en la destrucción de empleo. Por ello, pese a que
este desfase no es en absoluto menor –el Fondo de Reserva se agotará en 2017 ó
2018–, no cabe duda de que su naturaleza es coyuntural, como probaría el que
ahora las cuentas estarían equilibradas si tuviéramos el número de cotizantes
alcanzado antes de la crisis. En todo caso, hay que denunciar la estrechez del
planteamiento que pretende hacer creer que la sostenibilidad del sistema de
pensiones depende del nivel de ingresos vinculado a las cotizaciones sociales:
la clave más bien reside –debería residir– en el volumen de riqueza que la
sociedad está dispuesta a dedicar a sus ancianos, lo que exigirá, en su caso,
la articulación de otras fórmulas de financiación.
Sin embargo, de nuevo en este punto se plantea un
segundo interrogante que vendría a socavar la fiabilidad del actual sistema
público de pensiones: la amenaza que deriva del próximo envejecimiento de la
población. Frente al caso anterior, aquí la dimensión del reto es, en parte,
estructural, puesto que es indiscutible que ese cambio demográfico va a suponer
un incremento muy significativo del número de pensionistas a partir de mediados
de la próxima década y durante un largo periodo de tiempo con la consiguiente
repercusión en el gasto. Precisamente para dar respuesta a esta transformación
de la estructura poblacional se aprobó de forma consensuada (Pacto de Toledo y
Acuerdo Social y Económico, tripartito) la reforma de 2011. Este conjunto de
ajustes paramétricos imponía sacrificios a los pensionistas y trabajadores,
pero garantizaba que el crecimiento del gasto asociado a ese fenómeno
demográfico no superara –ni siquiera en el momento más crítico, 2050– un nivel
que puede considerarse asumible en términos comparados: 14% del PIB. Un nivel
inferior al gasto que hoy realizan Francia, Italia o Austria. A pesar de ello,
el gobierno ‘popular’ no consideró suficiente el ajuste y volvió a impulsar
cambios en 2013 con una contundencia sin precedentes.
II. La magnitud de la reforma de 2013.
Difícilmente puede sostenerse, como hace el editorial que hemos mencionado, que
la reforma de pensiones llevada a cabo en la presente legislatura (Ley 23/2013)
sea “insustancial”. Bien al contrario, cabría afirmar que los dos cambios que
impuso de forma unilateral el Gobierno de Rajoy –sustitución del mecanismo de
revalorización de las pensiones e introducción de un factor de sostenibilidad
vinculado a la esperanza de vida– suponen una ruptura del modelo que hoy
(todavía) conocemos. Como reconoce el propio Ejecutivo y avala la Comisión
Europea, esas dos medidas habrían de implicar un recorte del gasto en pensiones
en 2050 de 3,4% del PIB, lo que daría lugar a unos niveles de gasto muy
similares a los actuales. Pero con la significativa diferencia de que el número
de pensionistas se habrá prácticamente duplicado.
La entidad del ajuste ya ha comenzado a manifestarse.
En concreto, de la información ofrecida la pasada semana por la AIREF
se deduce que la aplicación del nuevo índice de revalorización anual va a implicar
una congelación de las pensiones (subida testimonial del 0,25%) hasta bien
entrada la próxima década. Tal es el resultado ofrecido por la nueva fórmula de
revalorización que ya no persigue la garantía del poder adquisitivo de los
pensionistas, sino la estabilidad presupuestaria. Así, el desequilibrio que
sufren las cuentas de la Seguridad Social desde 2012 ha de lastrar el mecanismo
(de ‘devaluación’) durante al menos seis años más. Con un doble agravante:
primero, que aunque mejore la situación financiera de la Seguridad Social el
impacto de la jubilación de los baby boomers presionará a la baja la aplicación
de la fórmula en el futuro. Y, segundo, que a partir de 2019 la introducción
del factor de sostenibilidad supondrá también una reducción de la cuantía
inicial de las pensiones.
III. La insostenibilidad social del modelo
resultante. A la vista de lo anterior, parece evidente que el modelo
resultante de la ruptura de 2013 es insostenible. Pero no porque suponga un
gasto excesivo, sino porque condena a los pensionistas a la pobreza, algo que
difícilmente cabe en un Estado social en el que los poderes públicos deben
garantizar la suficiencia económica a los ciudadanos durante la vejez mediante
pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas (artículo 50 de la
Constitución).
¿Significa ello que ha de apostarse entonces por un
cambio radical de modelo? Hay quien defiende, con diversas variantes y de forma
más o menos encubierta, que ha llegado el momento de transformar nuestro
sistema de pensiones en uno mixto, limitando el peso del pilar público como vía
más efectiva para la extensión del pilar privado. Eso condenaría a la mayor
parte de la población –incapaz con sus ingresos de pagarse un fondo privado
suficiente– a pensiones casi de pobreza. Nosotros, en cambio, creemos que deben
recuperarse las señas de identidad del sistema de pensiones que hemos conocido,
para lo cual resulta imprescindible completar las actuales fuentes de
financiación.
Durante años el Estado ya financió una parte
importante del gasto de la Seguridad Social, junto a los ingresos provenientes
de las cotizaciones sociales. El ajuste de la asistencia sanitaria al marco
constitucional aconsejó la aplicación de un principio de separación de fuentes
por el cual las cotizaciones se dedicaban a la financiación de las prestaciones
del nivel contributivo, circunscribiéndose la aportación del Estado –y no
totalmente– a la parte asistencial. Ese diseño, que pudo resultar válido para
un momento concreto de la evolución demográfica, no lo es para la fase de
maduración en la que accederán a la jubilación los baby boomers.
IV. El Estado como garante de la sostenibilidad del
sistema de pensiones. Resulta urgente e imprescindible un cambio que lleve
al Estado a complementar progresivamente los ingresos del sistema como vía más
efectiva para preservar la centralidad de las pensiones dentro de nuestro
Estado social.
Semejante acción de reequilibrio de las fuentes de
financiación no es ninguna ocurrencia. Cuenta con la misma legitimidad –y
pacífico encaje constitucional– con la que la protección por desempleo pasó de
financiarse casi exclusivamente a través de cotizaciones sociales antes de la
crisis a recibir la mitad de los recursos directamente del Estado durante el
periodo más crítico. Y es ciertamente un diseño bien conocido por los países de
nuestro entorno.
La pregunta entonces es si el esfuerzo presupuestario
adicional que se plantea resulta asumible para el Estado. No cabe duda de que
el incremento de la aportación estatal sería muy notable, pero es un reto
asequible por las siguientes razones. Primero, porque el nivel de gasto en
pensiones suprimiendo los cambios de 2013 evolucionaría hacia cotas que hoy ya,
con una riqueza menor, sostienen sin problemas otros países próximos. Segundo,
porque urge y debe producirse una mejora de los ingresos fiscales que enjuague
la grave insuficiencia (casi ocho puntos) que tiene España respecto de los
demás Estados europeos. Tercero, porque el esfuerzo de financiación exigido
sería progresivo en el tiempo, lo que facilitaría un margen de maniobra para el
desarrollo de otras políticas igualmente necesarias para el mantenimiento del
sistema de pensiones (política de empleo, inmigración, natalidad…). Y, cuarto,
porque se trata de un esfuerzo con una duración temporal limitada, en la medida
en que a partir de 2050 se produciría una significativa caída del gasto como
consecuencia del agotamiento de los efectos de la jubilación de la generación
del baby boom.
Desde una perspectiva de defensa del sistema público
de pensiones de reparto como pilar de un Estado de Bienestar aún incompleto,
consideramos que la fórmula más efectiva para lograr esos recursos adicionales
sería la creación de un recurso fiscal específico para la financiación de las
pensiones que, como expresión de un firme y amplio compromiso político
–blindaje–,serviría para la preservación del patrimonio social que hemos
construido entre todos. Otros proponen soluciones distintas que entrañan un
menor gasto público –y un mayor gasto privado– que conduce a pensiones
mayoritariamente más bajas. A ellos hay que pedirles que expliquen sus
propuestas, pero incluso antes de ello habría que exigirles que aclaren por qué
rechazan el actual modelo público de pensiones.
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