Artículo de
Juan Antonio Molina en Nueva Tribuna de fecha 12 de Enero de 2016.
Los
silenciosos deben tener voz, la voz de un partido socialista que retome la
ideología de la igualdad, la justicia y la solidaridad.
Estimado
Secretario General:
Jean Cocteau dijo que Víctor Hugo era un loco que creía que
era Víctor Hugo. Y no es locura banal ni prescindible aquella que nos hace
creer quienes somos en las brumas de una sociedad inauténtica. Hoy España
padece, como heridas no cauterizadas, los graves problemas que arrastra largo
rato en la Historia que por aplicarles soluciones que no lo eran aventaron el
grito desgarrador de Gil de Biedma cuando se lamentaba: “De todas las historias
de la Historia / Sin duda la más triste es la de España / Porque termina mal.”
Nuestro país vive hoy, sin duda, una de las horas más
determinantes de su historia reciente, pues nunca las perspectivas se
presentaron tan inciertas como las que se deparan a la ciudadanía. Y no se
juzga fundamentar esta afirmación en análisis más detallados, pues jamás la
seguridad y el bienestar material y social, e incluso los propios derechos
ciudadanos, estuvieron en tan grave riesgo como lo están en la actualidad.
España padece una quiebra sistémica que no sólo atañe a la relación del Estado
con la sociedad sino con su propia identidad constitutiva cultural y
territorial, con episodios secesionistas.
Sin proyecto de país, sin estímulos éticos, sin fundamentos
morales ni políticos de convivencia, el régimen de poder estima que el atrezzo
de la propaganda y el discurso unilateral y totalizante producirá la suficiente
rutina como para que una absoluta anormalidad en el poder público, como afirmó
Ortega y Gasset de otro momento histórico pero de igual calado crítico, se
responda como entonces: “volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios
más normales, hagamos “como si” aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo,
sustancialmente anormal”. Y remachaba así su idea Ortega: “La frase que en los
edificios del Estado español se ha repetido más veces es esta: en España no
pasa nada.”
Por su parte, el socialismo español no se da cuenta que la
rutina intelectual y política ya no sirve. El problema para las fuerzas de
progreso ha sido fundamentar su actuación en un proceso de adaptación por
arriba, a los condicionantes fácticos del sistema, y no por abajo, es decir, a
las demandas de las mayorías que confían en la ideología y no en la praxis,
porque las ideas no se difuminan mientras la praxis es, en demasiadas
ocasiones, desafecta a los principios que deberían inspirarla por sus
constantes desviaciones, rectificaciones y renuncias. Desechando l’esprit
est a gauche que proclamaba Sartre, se ha pretendido que la realidad fuera
como un continuum de marketing político semejo al maná del desierto, con
sabor según pedido del paladar.
Con el régimen del 78 la derecha retardataria –en España no
ha existido otra en doscientos años- había conseguido salir de la urdimbre
franquista que ella misma había tejido para, sin tener que asumir el papel de
Penélope y destejer influencias, intereses y poderes del caudillaje, crear la
fantasmagoría de su homologación democrática con la simple y dolosa
prestidigitación de tomar en sus manos el miedo de la gente incubado en el
franquismo y mostrarlo.
Siempre sería mejor votar que no votar y no reparar mucho en
que una reforma es simplemente un retoque de lo existente y lo existente era lo
que era. En realidad, supuso escenificar lo que ya históricamente había fracasado
como la Restauración canovista, que el mismo Cánovas definía como un presidio
suelto. La política quedaba reducida a recoger los escombros de la continuidad
histórica de un régimen de poder oligárquico y cerrado para administrarlo. La
centralidad del ecosistema político devino tan excéntrico que la derecha
radical pasó por moderada, la izquierda moderada por radical y se inventó la
ficción de un centro político para que los progresistas se lanzaran a la
conquista de una inexistente sociología y formasen una topera ante su natural
sujeto histórico.
Ningún ámbito ni atmósfera del Estado se encuentra ahora
libre de sospecha: la corrupción generalizada instalada en todos los
intersticios de las instituciones, la quiebra del sistema autonómico y las
consecuentes tensiones soberanistas, la intromisión política en los órganos
judiciales, el descrédito de los partidos sistémicos, la quiebra social, el
tratamiento del malestar y el desencanto ciudadano únicamente desde las
perspectivas del orden público y la propaganda, el déficit democrático, trazan
un escenario de fractura múltiple que lleva a preguntarse si es posible una
regeneración endógena del sistema, si el régimen del 78 es capaz, como el barón
de Münchhausen, de salir de la ciénaga tirándose de su propia coleta o por el
contrario, como afirmó Ortega de la Restauración canovista, es necesario
enterrar bien a los muertos.
Este estado de extremaunción de los valores cívicos, de la
calidad de la democracia, de la sensibilidad social propiciado por intereses
plutocráticos y la ideología más reaccionaria de la derecha produce aquello que
definió Jean Baurdrillard al destacar que en la ilusión del fin a partir
de una cierta aceleración produce una pérdida de sentido. La implantación del
autoritarismo en los recovecos estatales ha convertido la crisis no sólo en
ruina y desequilibrio social, sino en descomposición donde los objetivos son
tan poco confesables que propician una pérdida general de sentido y, como
consecuencia, déficit de identidad y habitabilidad en el Estado para ciudadanos
y territorios.
Por ello, el Partido tiene que pasar de un socialismo
vigilado, donde parece que lo que realmente estorba al difuso proyecto
socialista es el mismo socialismo, a un socialismo vigilante donde la razón
vuelva a tener ideología. De lo contrario seguiremos declamando, junto a Juan
Ramón Jiménez: “Me olvido de ti pensando en ti.” El régimen de poder en España
ha desembocado en un universo de frustración y represión. En este sistema y
dado que la ausencia de finalidad social es la condición misma de su
funcionamiento, el individuo queda reducido a simple instrumento de
supervivencia y consumo. Y ante eso, como escribía Michel Rocard en Questions
à l’Etat socialiste, es necesario separar el análisis económico y sociológico
para llegar a lo esencial, que es el poder, es decir, el análisis político. Y
eso se consigue desde la ideología y la voluntad de transformación, de
forma que para los socialistas y todos los ciudadanos pueda llegar un día
en que los años de la ruina sean aquellos en los que vivieron con plenitud
porque les dieron la oportunidad de empuñar sus vidas con audacia en lugar de
obedecer consignas y someterse a una realidad injusta.
Porque si el Partido Socialista sólo interviene en la vida
pública como una organización electoral, por eficaz y necesario que deba ser
este comportamiento, le faltará contenido diferenciador frente a cualquier
máquina publicitaria, o partido de derechas. Es cuando los factores
instrumentales se convierten en objetivos exclusivos y el Partido se torna en
una organización burocrática de profesionales de la política, de cargos
públicos institucionales, en el Gobierno o en la oposición, que con el pretexto
de capacitación o profesionalización orgánica, acaba convirtiéndose en una tecnocracia
que sepulta la ideología y los principios. Se habrá extinguido su razón de ser
como organización política de ciudadanos que asumen un compromiso de trabajo
político por su identificación en un análisis de la sociedad, de sus
contradicciones y sus causas, y por su coincidencia con un objetivo
transformador de la misma, que supone la concreción de una teoría política y la
realización de una acción política fundamental cual es dotar a las mayorías
sociales de su principal instrumento de lucha.
Por lo tanto, no hay otro camino que el rearme ideológico en
la perspectiva del socialismo necesario para superar la realidad social tan
injusta que nos envuelve. Si lo único que interesa a los responsables orgánicos
es la lucha por el poder se hace un flaco favor al Partido, a la ciudadanía, al
país y a los mismos dirigentes pues no hay nada tan efímero como aquello que se
descompone en su propia decadencia. No hay que olvidar, para sobresanarlo,
aquello que advertía Tierno Galván cuando afirmaba que el poder impregna de
indiferencia todo lo que no es poder. El socialismo tiene que pensar seriamente
no tanto en políticas concretas que quiere realizar desde el Gobierno, sino en
cómo modificar las relaciones de poder que han permitido que la situación
actual sea tan injusta.
Los silenciosos deben tener voz, la voz de un partido
socialista que retome la ideología de la igualdad, la justicia y la
solidaridad; que aparque la obsesión pragmática porque de lo contrario los
propósitos se pueden quedar en puro voluntarismo, sobre todo si ignoramos cómo
conseguirlos y si pretendemos alcanzarlos de la misma manera que nos hizo
alejarnos de ellos. Ese es el reto del PSOE: consolidar un socialismo libre,
justo, solidario, igualitario y sin excusas y cuyo camino para ello es pensar
en grande, sacudirse de lo pequeño y proyectarse hacia el porvenir. Buscar
nuevos niveles de soberanía popular y nuevos procedimientos para tomar las
decisiones democráticamente, en un imperativo contexto donde los espacios
económicos, políticos y jurídicos están dolosamente desvertebrados en contra de
los más débiles.
La carrera por el poder para los socialistas no puede
consistir en, una vez alcanzado, decirle a la ciudadanía, como advertía Largo
Caballero, ya veremos qué podemos hacer, sino lo que nos indicó Pablo Iglesias
Posse, que los socialistas estamos dispuestos a vencer, no a defendernos, y
vencer es la consolidación de un socialismo sin pretextos ni atajos.
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