Fernando Luengo
Profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid.
Artículo en Público.es
de fecha 2 noviembre 2015
Hay que recordarlo cuantas veces sea necesario. El origen de la crisis no
se encuentra en el desgobierno de las finanzas públicas, sino en la
ineficiencia del sector privado. Más concretamente, en el auge desbordante de
la industria financiera y en la asunción de riesgos excesivos en busca de
rentabilidades excepcionales. Esta industria, y las grandes corporaciones y
fortunas que la alimentaron, se beneficiaron de una regulación pública
complaciente, cuando no cómplice.
El universo de las
finanzas, y la consiguiente economía del endeudamiento, nos llevaron a galope
tendido hasta una crisis de proporciones históricas y nos empujaron a la Gran
Recesión. El desplome de la actividad económica y la ingente cantidad de
recursos destinados a salvar a los bancos –no lo olvidemos, los verdaderos
responsables del colapso económico- y a sanear sus cuentas de resultados
provocaron el rápido aumento de los niveles de déficit y deuda públicos.
Oportunidad de oro para dar a la ciudadanía gato por liebre. Las élites
políticas y económicas, y los medios de comunicación a su servicio, se lanzaron
a un bombardeo mediático incesante con un mensaje que culpaba al sector público
de “gastar lo que no tenía, dilapidar los recursos de todos y vivir por encima
de sus posibilidades”. Un discurso cínico y tramposo que, a fuerza de repetirlo
mil veces, se ha abierto camino, como si formará parte del sentido común, de
una verdad indiscutible. Lo cierto, sin embargo, es que el desorden
presupuestario ha sido la consecuencia, en absoluto la causa, de la
crisis. Ha sido, asimismo, el resultado de la incursión de los grandes
grupos económicos privados en los espacios públicos, devorando recursos que son
de todos y convirtiendo todo lo que tocaban en negocio.
El argumento de la
“austeridad presupuestaria” ha resultado muy útil para abrir el grifo de los
recursos públicos a la banca y las grandes corporaciones. Lo que tan solo ha
sido un saqueo organizado (¡Cuánta razón tenían los que proclamaban que
la gestión de la crisis era una estafa!), se convertía en una estrategia para
salir de la crisis. Estrategia que, por cierto, no ha funcionado. Más deuda
pública, más desempleo, mas desigualdad, más pobreza, un alarmante deterioro de
nuestra capacidad productiva y crecimiento endeble.
Resulta evidente que las políticas de ajuste presupuestario (y
de devaluación salarial) han fracasado, pero continúan reivindicándose como el
camino a seguir. No solo por los gobiernos, sino también como uno de los
cimientos de la zona euro y de la Unión Europea. ¿Cómo es posible tanta
ofuscación, cuando el balance de esas políticas ha sido tan negativo?
Será que no lo ha sido tanto… para el poder. No solo se ha asistido a una
masiva socialización de los costes de la crisis y a una histórica
redistribución de la renta y la riqueza hacia los grupos socialmente más
privilegiados. Las políticas de austeridad lanzan, además, un mensaje de
calado, al deslegitimar lo público, que queda estigmatizado como ineficiente y
despilfarrador; de este modo, alcanzar el equilibrio presupuestario se
convierte en el santo y seña de las buenas prácticas en materia de política
económica. Otra de las consecuencias de gran trascendencia de las referidas
políticas de austeridad es que su implementación ha debilitado financieramente
las instituciones cuyo cometido principal era promover la equidad social e
impulsar las inversiones públicas. Instituciones que encarnaban un consenso
social basado en cierto equilibrio en las relaciones de poder y en la
existencia de puentes institucionales que hacían posible las políticas
redistributivas.
Por todo ello, las políticas de austeridad, más allá de la coyuntura de la
crisis, han llegado para quedarse. Además de haber facilitado un ajuste de
cuentas histórico en beneficio de los poderosos, han creado las condiciones
para que se hagan realidad un proceso de acumulación por desposesión y la
ocupación y mercantilización de los espacios públicos y de la política. Por las
mismas razones, hay que reivindicar el gasto público, en su vertiente social y
productiva. ¿Porqué hay que recuperar lo perdido durante los años de crisis?
Sí. ¿Porqué dicho gasto es una palanca fundamental para la reactivación de la
actividad económica? Sí. ¿Porqué un aumento del gasto público en esas partidas
se puede financiar introduciendo más progresividad y eficiencia en el sistema
tributario, que se encuentran muy por debajo de los estándares comunitarios?
También. Pero no perdamos de vista lo fundamental. El corazón de una decidida
actuación del sector público en materia social y productiva reside en la
defensa de la igualdad de oportunidades y en la necesidad de eliminar
privilegios inaceptables, en el convencimiento de que esos gastos son
imprescindibles para un buen funcionamiento de la economía, y en
que ha llegado el momento de poner la decencia, la democracia y la ciudadanía
en el centro de la agenda política.
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