Hace unos días, Donald Trump dio la orden fascista de deportar a las
personas que no tuviesen papeles en regla y de prohibir la entrada en su país a
los nativos de otros que él considera demoniacos. Ayer, Mariano Rajoy rindió
homenaje institucional a Rita Barberá, Alcaldesa de Valencia con todos sus
concejales imputados y volvió a hacer uso de las puertas giratorias al nombrar
a Fernández de Mesa, ex director de la Guardia Civil, consejero de Red
Eléctrica, sector al que tienen querencia especial los políticos que creen que
la democracia es un sistema hecho a su imagen y semejanza para medrar, engordar
sus ingresos y patrimonio a costa del interés general. Entre tanto, la reina
Isabel II de Inglaterra y su ministra principal preparan las alfombras rojas
para recibir con todo el boato del mundo al Presidente más imbécil –ya es
difícil- de la historia de Estados Unidos.
No recurriré en esta ocasión para dar una definición acertada de Democracia
a paradigmas ideológicos más próximos a mí pensamiento, me limitaré a
reproducir en su integridad –es corto- el discurso que Lincoln pronunció el 19
de noviembre de 1863 en Gettisburg, en plena guerra civil norteamericana, un
discurso que contiene en su parte final la célebre frase que muchos aprendimos
de críos y todavía no hemos olvidado: “Hace ocho décadas y siete
años, nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación
concebida en la libertad y consagrada al principio de que todas las personas
son creadas iguales. Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil que pone
a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y así consagrada,
puede perdurar en el tiempo. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de
esa guerra. Hemos venido a consagrar una porción de ese campo como último lugar
de descanso para aquellos que dieron aquí sus vidas para que esta nación
pudiera vivir. Es absolutamente correcto y apropiado que hagamos tal cosa.
Pero, en un sentido más amplio, nosotros no podemos dedicar, no podemos
consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres, vivos y
muertos, que lucharon aquí lo han consagrado ya muy por encima de nuestro pobre
poder de añadir o restarle algo. El mundo apenas advertirá y no recordará por
mucho tiempo lo que aquí decimos, pero nunca podrá olvidar lo que ellos
hicieron aquí. Somos, más bien, nosotros, los vivos, los que debemos
consagrarnos aquí a la tarea inconclusa que, aquellos que aquí lucharon,
hicieron avanzar tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos los que
debemos consagrarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que, de
estos muertos a los que honramos, tomemos una devoción incrementada a la causa
por la que ellos dieron hasta la última medida completa de celo. Que resolvamos
aquí, firmemente, que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta
nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”.
Gettysburg, 1863, Lincoln, gobierno del pueblo, por el pueblo y para el
pueblo. Quitada la carga teológica que siempre caracterizó a una nación que
hizo de la Biblia un tratado de estrategia bélica y comercial, la frase del
Presidente norteamericano sigue teniendo todo el poder de las palabras bellas,
sabias y liberadoras y, sin ambigüedades, puede ser aceptada por cualquier
ciudadano libre y responsable para saber qué es y qué no es Democracia. Pero,
¿qué ha sido de ellas? ¿Acaso en Estados Unidos existe el gobierno del pueblo,
por el pueblo y para el pueblo? ¿Qué ocurre con los ochenta millones de yanquis
que no tienen derecho alguno a la sanidad ni a la educación ni a la vivienda ni
a los más imprescindibles derechos sociales porque no se los pueden pagar? ¿Qué
ocurre con las industrias y los lobys que ponen y quitan presidentes de acuerdo
con el favor que vayan a prestar a sus intereses? ¿Qué clase de gobierno del
pueblo promueve la pena de muerte, la tortura, el racismo, la incultura, la
guerra, la necesidad, la explotación, el hambre y la desigualdad en todas las
formas habidas y por haber? ¿Qué democracia bombardea sistemáticamente países
que sus naturales ni siquiera saben situar en el mapa? ¿Qué pueblo educado y
culto puede justificar ante su Dios o ante los hombres la existencia de ese
campo infernal que ahora cumple quince años en la colonia de Guantánamo? No, en
Estados Unidos, hace tiempo que el pueblo no gobierna ni nadie gobierna para el
pueblo ni por el pueblo. Y sabiendo eso, que lo sabemos desde que aquí
comenzamos a respirar tras las primeras elecciones, cuando todavía era lícito
gritar “yankees go home”, algunos de entre nosotros, salidos del averno del
franquismo sin renunciar a él, guardando su legado como si fuese el “brazo
incorrupto de Teresa de Ávila”, conscientes de que el apoliticismo es la
negación del aserto de Lincoln, quisieron y quieren imponernos ese modelo
político caduco, un modelo fracasado que ha convertido al hombre en un objeto
incapaz de decir esta boca es mía, manipulable, falso, hipócrita, acomodaticio
y cruel, cruel hasta ser capaz de cometer en su propio país y en cualquier país
del mundo las mayores barbaridades que imaginarse puedan, en nombre del dios
del Sinaí, en nombre de la libertad falsaria, en nombre del capital y de
quienes lo acaparan aun a costa del presente y del futuro de la Humanidad.
En España hubo una ilusión democrática. Vano es negarlo. Pero
desde la llegada de Aznar a la presidencia del Partido Popular –que mientras no
se demuestre lo contrario fehacientemente, es un partido franquista-, esa
ilusión fue sustituida por la moral perversa del nuevo rico sin que ni los
partidos ni los diversos colectivos de izquierda mostrasen una oposición
contundente y brava a ese cambio de valores que suponía suprimir los valores.
Desde entonces, tal vez antes porque nunca rompimos las cuerdas que nos ataban
bien atados al régimen fascista español, el apolítico es quién decide gobiernos
y modos de vida, obligándonos a los demás a vivir contra la ética y contra la
estética, envueltos en un mar de simpleza, mediocridad y miseria moral que
amenaza nuestra supervivencia.
Pero no nos perdamos por las ramas, son muchas y es fácil pasarse de árbol
sin saber siquiera cómo era ese del que hablábamos. La democracia española no
ha condenado todavía el franquismo, por tanto, subsisten entre nosotros las
prácticas, esencias, modos y maneras de aquel nefasto régimen que nos separó
del mundo civilizado hace más de setenta años. Debido a esa trágica herencia,
el español fue siempre refractario a la militancia política y sindical,
registrándose una afiliación real tan pobre como mínima es la presencia de la
sociedad civil en cuantas cosas le atañen. Esa dejación, en la que participamos
muchos, permitió que la política se dejase en manos de ineptos, de logreros y
ganapanes, pero sobre todo de incapaces y sinvergüenzas que jamás supieron de
la citada y célebre frase del presidente yanqui. Contamos con una ley electoral
en la que priman los territorios sobre las personas, de modo que el voto del
pueblo es violado sistemáticamente en cada proceso electoral; la casta política
–dios, en quien no creo, me libre de condenar a los políticos en general: sin
los que lo son de verdad estaríamos a machetazo limpio-, no se rige por las
mismas leyes que el resto de los mortales, sus sueldos son mucho más elevados,
hacen leyes especiales para que sus pensiones rompan los topes máximos que
afectan al común y, además, se permiten el lujo de querer salvarnos contra
nosotros mismos, elaborando normas que favorecen, como ocurre en Estados
Unidos, a las minorías más poderosas y oprimen a quienes no forman parte de
ellas, es decir a casi todos. La inmunidad parlamentaria, que fue un logro de
la clase obrera en los albores del siglo XX, se ha convertido en una patente de
corso que dilata hasta la prescripción los procesos judiciales en que se ven
inmersos algunos de los llamados representantes del pueblo, generando una
sensación de inseguridad jurídica, de privilegio, de impunidad y de nausea
colectiva que contradice de lleno los principios democráticos más
incuestionables. Por si fuera poco todo lo dicho, el poder político, los
poderes públicos, carentes del sustento que da una sólida formación ideológica
y ética, ayuno de la presión de un pueblo educado y culto capaz de hacerse
respetar utilizando los instrumentos que sean menester para ello, se han
sometido sin rubor alguno al poder de los mercados, eufemismo bajo el que se
esconden los dueños del dinero, de vidas, almas y haciendas, olvidando que no
hay poder en la Tierra superior al que emana del pueblo y que todos,
absolutamente todos los individuos, corporaciones, entes regionales,
nacionales, internacionales y celestiales están sometidos al imperio de la ley
y al mandato del pueblo soberano.
La política es la evitación de la guerra y el arte más sagrado de cuantos
el hombre ha creado para manejarse y defenderse de las fuerzas del pasado. Es
menester regresar a la frase de Lincoln, a la de tantos y tantos que pidieron a
gritos regeneración y expulsar de ella a quienes han suplantado a la voluntad
popular para cuidar de intereses particulares, como sea. De no hacerlo
viviremos durante mucho tiempo en algo parecido a la oligocracia, que no es el
gobierno de unos pocos, sino el de unos oligofrénicos indecentes que nos
convertirán, gracias a nuestro silencio, en súbditos y esclavos. Ningún
gobierno que gobierne contra el pueblo, contra el interés público, contra la
dignidad y los derechos del hombre, es legítimo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario