Bruno
Estrada López | Economista. Director de
Estudios de la Fundación 1º de Mayo
Artículo publicado en nuevatribuna.es con fecha 5 Junio 2013
En marzo de 1938 la Österreich Republik, la República de Austria, se convirtió
en la provincia alemana de Ostmark. No cabe hacer comparaciones odiosas sobre cómo se produjo la anexión de Austria a Alemania y el
actual proceso de pérdida de soberanía política y económica de nuestro país. Pero si resulta interesante
utilizar el vocablo Spanienmark como síntesis sobre esa pérdida de soberanía que está sufriendo nuestro país debido a las decisiones políticas adoptadas por el gobierno de Rajoy.
El gobierno justifica esa pérdida
de soberanía por el elevado endeudamiento
exterior de nuestro país. Por ello, previamente a
analizar las consecuencias de ese vaciamiento de la acción de gobierno, merece la pena remarcar la distinción que existe entre “la culpa”, que nefasta palabra vinculada a la moral judeocristiana,
y “el dolo”. La culpa, en sentido jurídico
estricto, es definida como la falta de intención
en el sujeto activo de provocar las consecuencias que el acto que emprende
suscita, mientras que el dolo es la intención
de cometer el acto en cuestión y de causar sus
consecuencias, por lo que los juristas consideran que el sujeto, previamente a
la comisión del acto, debió de representarse mentalmente el resultado del mismo.
La responsabilidad de un proceso de endeudamiento es de las
dos partes, de quien solicita el crédito y de quien lo concede,
pero el dolo, la voluntad de prestar dinero a personas y empresas sobre las que
había serias dudas sobre su
capacidad de devolver el dinero, es del prestamista. Porque no olvidemos que
quién define la solvencia de una
persona, una empresa o un país es quién presta el dinero. Que los supuestos profesionales (Banco
de España, Fondo Monetario
Internacional, BCE, bancos privados, cajas de ahorros, agencias de rating) que
evaluaron los riesgos de particulares, empresas y estados obraron
incorrectamente es evidente, pero lo que conviene remarcar es que en muchos
casos no fueron errores técnicos sino decisiones
plenamente conscientes de que se estaban concediendo créditos incobrables.
Cuando las autoridades comunitarias han aceptado como
buenas las cuentas públicas de algún estado miembro, como el griego, que estaban trucadas de “contabilidad creativa”, el dolo es de quien validaba
las cuentas.
Cuando los capitales extranjeros, muchos de ellos a través de bancos franceses y alemanes (en marzo de 2012, según el Banco Internacional de Pagos, los bancos alemanes tenían cerca de 150 mil millones en deuda española, pública y privada, y algo menos
los bancos franceses) han financiado a bancos y empresas españolas con un excesivo endeudamiento previo, el dolo es del
prestamista.
Cuando los bancos y cajas de ahorro de nuestro país han concedido préstamos hipotecarios con avales
cruzados, con una simple tarjeta de abono transporte como documentación, con una nómina de un trabajo precario,
eso es dolo.
Cuando se han abierto millonarias líneas de crédito a empresas cuya
contabilidad no reflejaba que pudieran devolver el dinero solicitado (como el
que concedió Miguel Blesa, presidente de
Caja Madrid, presuntamente sin cumplir los requisitos legales, a Gerardo Díaz Ferrán, presidente de la CEOE), o
en función de una sobrevaloración de sus acciones (ya que no se las consideraba por su
valor actual, sino por su valor futuro), eso es dolo.
Cuando los ingresos de directivos de bancos y cajas han
dependido del volumen de créditos concedidos (no de la
calidad de los mismos), eso es dolo.
Cuando a los jefes de sucursales que no hacían caso de esas indicaciones de la dirección se les denigraba públicamente ante sus compañeros, o se les trasladaba a destinos peores, eso es dolo.
No olvidemos que en un sistema bancario como el nuestro,
cuya capacidad de crédito no viene determinada por
el volumen de depósitos, sino por la confianza
que los ahorradores tienen en las entidades bancarias, un elemento básico para mantener ese frágil
activo intangible es la calidad de los préstamos concedidos, ya que un
excesivo índice de morosidad es la
antesala a la quiebra de la entidad.
Lo que importaba era prestar dinero, porque estábamos en una burbuja financiera en la que el “dinero ficticio” que creaban los bancos (créditos sin provisiones) y las empresas (acciones sin un
adecuado control público sobre su supuesto valor
bursátil) apenas tenía ningún coste para ellos.
Cuando la burbuja estalló
el “dinero ficticio” se convirtió en “dinero basura”, las casas perdieron su valor,
las empresas se derrumbaron en bolsa o ante los concursos de acreedores y
debajo de las mullidas alfombras de las impresionantes sedes de los bancos
aparecieron insondables agujeros sin fondo. Todo se devaluó menos las deudas. Las casas valían menos, pero las hipotecas no, las empresas estaban al
borde de la quiebra, pero los prestamos seguían
ahí, varios estados de la UE se
encontraron con los mercados financieros internacionales cerrados, pero la
deuda pública siguió pagándose, incluso con obligados cambios
constitucionales y legales que conminaban al pago de los intereses a
determinados los prestamistas por encima de cualquier otra obligación con los ciudadanos.
Las deudas se pagan, …o no.
Cualquiera que conozca un poco el mundo empresarial sabe que
los procesos de quita y mora de deudas son algo habitual en los concursos de
acreedores. En muchos casos los acreedores prefieren cobrar algo a no cobrar
nada, situación a la que se puede llegar si
se fuerza la quiebra de la empresa al exigirle pagar todas sus deudas. Reducir
la deuda y aplazar su cobro es algo que a menudo se acepta en el mundo
empresarial, 7.800 empresas españolas solicitaron abrir un
proceso concursal en 2012.
Pero esta habitual práctica empresarial se niega a
los particulares y a los estados.
En el caso de los particulares la razón está en que el acreedor, casi
siempre un banco, consigue cobrar el valor de la deuda al quedarse con el
inmueble. La ley juega tanto a su favor que a los bancos apenas les resulta
interesante avanzar en formulas de retraso o reducción de la deuda hipotecaria.
La cesión de soberanía en política monetaria, derivada de
nuestra entrada en el euro, fue una decisión avalada en su momento
mayoritariamente por los votantes, ya que los principales partidos lo habían incluido claramente en su programa electoral.
Pero ni el cambio constitucional, y la posterior aprobación Ley de Orgánica de Estabilidad
Presupuestaria (LOEP), que han supuesto la pérdida
de la soberanía en política fiscal, fueron objeto de debate ante los electores.
Tampoco el rescate bancario, que ha significado la pérdida de soberanía nacional de una parte
sustancial de nuestro sistema financiero (ya que los planes de reestructuración de las cajas de ahorro españolas
están dictados desde Bruselas), ni
la desprotección de los trabajadores que
supuesto la modificación de las regulación de las relaciones laborales, que ha convertido a algunos
convenios de la OIT en un mecanismo jurídico más eficaz para defender los derechos de los trabajadores que
la legislación laboral española.
Rajoy debe estar tan contento en su papel de virrey de
Spanienmark que ha apostado por una vuelta más
de tuerca más. Como, a pesar de todas las
medidas tomadas, el crédito sigue sin fluir hacía las empresas españolas y el empleo continúa destruyéndose de forma acelerada,
recientemente los ministros de Economía de Alemania y España han propuesto un inconcreto plan que extenderá esa pérdida de soberanía a la parte del tejido productivo español más competitivo: un acuerdo para
que inversores alemanes participen en el capital de pymes españolas solventes.
Es decir, que los capitales alemanes, en vez de prestar
dinero a las empresas españolas, tomen su control a un
coste muy reducido. Es evidente que nuestro país
ofrece un mercado mucho mayor que el portugués,
chipriota o griego y unas interesantes perspectivas en Latinoamérica.
El problema actual es que la aceleración del proceso de integración
en Europa se está haciendo de forma asimétrica y no democrática. Hay que recordar que las
dificultades de acceso al crédito de los países europeos con mayor endeudamiento público y sus bajas tasas de crecimiento se explican en gran
medida por diferente comportamiento del BCE y la Reserva Federal (Fed) de EEUU.
Entre 2007 y 2012 el incremento de Activos en Balance (el
volumen de creación dinero mediante la compra de
oro, deuda pública y privada) por parte del
BCE ( 1.545 mil millones de $) ha sido
notablemente inferior, en torno a medio billón
de $, que el de la Fed (2.014 mil millones de $), y, sobre todo, que ha estado
dirigido en mucha menor medida a financiar la deuda pública, tan sólo 201 mil millones de € frente a 979 mil millones de $ de la Fed.
No se trata de insistir en la retórica anti-alemana, sino de reconocer que si continuamos por ese camino las cosas van
muy mal, si la reacción de gran parte de la ciudadanía griega, portuguesa, española,
italiana o francesa termina por enrocarse solo en la reivindicación de la soberanía nacional perdida podemos
encontrarnos con potentes dinámicas centrifugas que den al
traste con la Unión, lo que condenaría a Europa en su conjunto a la irrelevancia económica y política en el mundo.
Dos vías de actuación deben abrirse para frenar el actual proceso de
desmoronamiento de una Unión Europea democrática.
Por un lado, tal como ha planteado el Presidente francés, deben desarrollarse instrumentos a escala europea, “la creación de un gobierno económico”, para gestionar algunas de
las competencias cedidas por los estados endeudados, pero siempre que esa cesión de soberanía económica se generalice a todos los estados de la zona euro.
Pero, por otro lado, deben establecerse medidas para que
Grecia, Portugal, Chipre, Irlanda y España recuperen aquellas políticas que Alemania y otros países
no están dispuestos a ceder a los ámbitos europeos.
Hay un buen número de propuestas para
reducir el coste del endeudamiento de esos países,
pero si esas propuestas siguen sin ponerse en marcha no hay que descartar que
nos veamos abocados en el futuro cercano a suspensiones unilaterales que
dificulten la recuperación económica del área euro.
Alcanzar un acuerdo para la reducción y aplazamiento de la deuda: 1) favorecería el crecimiento económico y la creación de empleo (según varios expertos una quita de
deuda privada del 20% incrementaría el PIB de España en un 0,8% y reduciría la prima de riesgo en 150
puntos básicos), 2) haría más equitativo el reparto de los
sacrificios entre quienes tienen la “culpa” de haber pedido prestado y quienes han actuado dolosamente
al conceder los créditos solicitados, y 3)
permitiría recuperar parte de la
soberanía nacional perdida frente a
los acreedores.
Una reestructuración similar a la que se hizo en
1953 con la deuda alemana de la Primera Guerra Mundial, o la que tuvo que
admitir el Plan Bradley, diseñado por el secretario del
Tesoro de EEUU a finales de los años ochenta, de condonación parcial de las deudas y los intereses a los países latinoamericanos, después
de que en la década de los ochenta se
produjeran suspensiones unilaterales o renegociaciones forzadas de la deuda por
parte de Brasil, México, Argentina, Ecuador y
Chile.
Sabemos que los años ochenta significaron una década perdida para Latinoamérica
debido a que el pago de los elevados intereses de la deuda exterior limitó su crecimiento y ahondó
en la desigualdad social, no sigamos por ese camino. Esto es lo que ha hecho
Islandia, cuyo PIB está creciendo desde 2011 a tasas
cercanas al 3%, por cierto, el partido que ha ganado las últimas elecciones es el que ha defendido con mayor ahínco frente a los votantes que debía de dejar de pagarse la deuda asumida por los bancos
islandeses con los acreedores extranjeros.
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